El cardenal Farrell durante la misa en los Ejercicios de la Fraternidad de CL (Roberto Masi/Fraternità CL)

«Un encuentro que sucede siempre de nuevo»

La homilía del cardenal Kevin Joseph Farrell en la misa de los Ejercicios de la Fraternidad de CL. Rímini, sábado 13 de abril de 2024
Kevin Joseph Farrell*

Queridos hermanos y hermanas, con la alegría del tiempo pascual y en el marco de vuestros Ejercicios espirituales, tenemos el gozo de vivir el encuentro con Nuestro Señor Jesucristo presente en la Eucaristía. El Evangelio que hemos escuchado nos habla precisamente de ese encuentro.

Tras el milagro de la multiplicación de los panes a orillas de Tiberíades, Jesús, huyendo de la multitud que quería hacerlo rey, se retira solo al monte (cf. Jn 6,15). Al llegar la noche, tras una larga espera, los apóstoles deciden acercarse solos en dirección a Cafarnaún, ciudad de origen de varios de ellos, donde Jesús también había establecido su residencia. Al no recibir un mandato de Jesús, como dice le Evangelio de Marcos (cf. Mc 6,45), ellos mismos toman la iniciativa.

Después de estar con el Maestro y ayudarle a dar de comer a la multitud, se produce ahora una separación. Jesús “sube” al monte mientras los discípulos “bajan” al lago (cf. Jn 6,16). En ese preciso momento, en el camino de vuelta a casa, se encuentran solos, a oscuras, en medio del “mar” de Galilea, agitado por el fuerte viento que se levanta.

En esa situación de los discípulos podemos encontrarnos también nosotros. Los “hechos de Tiberíades” son apasionantes, ¡pero no duran para siempre! Luego hay que volver a la “normalidad de Cafarnaún”, donde cada uno tiene su casa, donde espera la familia, donde se desarrolla la rutina de la vida. Para ello hay que volver a afrontar el mar. El mar, en la tradición bíblica, suele ser símbolo de las potencias malignas que solo Dios puede someter para salvar a su pueblo.

Por tanto, también nosotros –personalmente o como movimiento– cuando “volvemos a la normalidad” después de nuestros consuelos espirituales, nuestros logros misioneros o las alegrías más intensas, también podemos experimentar siempre no solo la soledad y la separación del Maestro, sino el despertar de las fuerzas del mal, que parecen borrar todos los momentos de gracia vividos. Pues bien, justo en momentos así, acontece el encuentro.



En este Evangelio, la venida de Jesús es una teofanía, es la manifestación de la presencia del mismo Dios. De hecho, Jesús aparece caminando sobre las aguas, acción que en el Antiguo Testamento nunca se atribuye a un hombre, sino solo a Dios, como afirma por ejemplo el libro de Job: «Solo Él (Dios) despliega los cielos y camina sobre el dorso del mar» (Job 9,8).

Cuando Jesús se manifiesta con la plenitud de su divinidad, los discípulos «querían recogerlo a bordo –dice el Evangelio–, pero la barca tocó tierra en seguida». Si el mar representaba el peligro, la tierra representa la seguridad. En el mismo instante en que los discípulos están dispuestos a acoger a Jesús, la barca toca tierra, lo que equivale a decir que cuando se reconoce la divinidad de Jesús y, sobre todo, cuando nuestra vida acoge Su presencia que salva, inmediatamente “tocamos tierra”, pasando del dominio de la muerte al de la vida.

El encuentro con Jesús es siempre así. Es un encuentro que trae la salvación, que saca nuestra vida de la fuerza oscura de la desesperación, del mal, del pecado, del sinsentido. Es un encuentro que nos devuelve a “tierra firme”, es decir, a la certeza de que la vida se apoya sobre un fundamento sólido porque tiene su origen en un acto generador de Dios, va acompañada de su ayuda paternal y providencial, orientada hacia un destino bueno. El “regreso a Cafarnaún”, es decir, a la normalidad cotidiana, que para nosotros, igual que para los apóstoles, supone el riesgo de una crisis, gracias al encuentro con Jesús se transforma: deja de ser el retorno a la banalidad de una existencia sin Dios, dispersa en quehaceres de poca monta, para ser el inicio de una nueva etapa de la misión, que abre a nuevas gracias y a nuevas revelaciones, como sigue narrando el Evangelio.

Queridos hermanos, este Evangelio fortalece nuestra esperanza. El encuentro con Jesús que ha iluminado y da sentido a nuestra vida no se limita a ser un hecho aislado del pasado. ¡No! Sucede siempre de nuevo. ¡También ahora! ¡También estos días de Ejercicios! Tal vez algunos hayan venido con sentimientos de soledad y oscuridad en el corazón, pero volverán a casa con la luz y la alegría de la comunión recuperada en Cristo. La Iglesia, la comunidad de los creyentes, es el ámbito “humano y divino”, querido por el Señor, donde este hecho de gracia puede suceder siempre. En la Iglesia, los carismas suscitados por el Espíritu Santo son el lugar concreto donde el encuentro con Cristo resulta más fácilmente accesible a los hombres. Dios también ha donado el carisma de Comunión y Liberación a la Iglesia para que los hombres puedan encontrar en las noches oscuras de su existencia la presencia consoladora de Cristo. Vuestro carisma, como otros en el pasado, debe sacar del pasado y del olvido la resurrección de Cristo nuestro Salvador para hacerla cercana y experimentable para todos los hombres.

El telegrama enviado al Papa Francisco

Todos estáis llamados a esta tarea altísima, para eso habéis recibido vuestra formación cristiana. A ello os empuja vuestro carisma. Es de vital importancia, por tanto, conservar la unidad de la compañía espiritual que el Espíritu Santo ha creado entre vosotros. El Evangelio describe a los discípulos juntos, como un solo cuerpo, acogiendo a Jesús en la barca. El Santo Padre, en la última carta que ha dirigido personalmente a vuestro presidente, también os exhortaba a custodiar la unidad. Es un don que hay que pedir en nuestras oraciones y realizar en nuestra vida, practicando la humildad, poniendo en segundo plano el deseo de afirmarnos a nosotros mismos y nuestras propias opiniones, renunciando a identificar el carisma con nuestras convicciones o, peor aún, con nuestra persona, porque el carisma siempre es más grande que una sola idea, siempre es más grande que un solo individuo, siempre es más grande que una sola generación o una sola etapa histórica, aunque sea la de los inicios. El carisma es más grande incluso que el fundador que lo recibió para bien de toda la Iglesia.

Supliquemos por tanto al Señor para que estos días todos recibáis el consuelo de un nuevo encuentro con Cristo resucitado y seáis portadores de este anuncio y de paz en medio de tantos conflictos y tensiones que sacuden al mundo. Pidamos que la Fraternidad de Comunión y Liberación siga siendo siempre un lugar bendecido donde miles de personas puedan descubrir la belleza de la fe y donde se custodie la unidad para llevar adelante la misión que el Señor le confía. Por todo ello, invoquemos la ayuda de María, Madre de la Esperanza, protectora de la unidad de la Iglesia. Amén.

*Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida