La Iglesia y el final de la vida. Una apuesta por la humanidad

Una médico se deja provocar por la Samaritanus bonus, la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe. «No un elenco de normas sino una propuesta libre»
Paola Marenco*

Martes 22 de septiembre. La Congregación para la Doctrina de la Fe da a conocer la Samaritanus bonus, una carta sobre el cuidado a personas en fases críticas y terminales de su vida. Como siempre, la Iglesia, cuando se expresa de manera oficial sobre un tema que afecta al ser humano, no pretende enumerar normas de bioética sino ofrecer una antropología: una concepción del ser humano de la que después emanan también implicaciones bioéticas. De nuevo esta vez el magisterio apunta alto: apuesta por la persona y nos propone una estatura humana sorprendente, sobre todo en un contexto histórico como el actual, caracterizado por un individualismo exasperado que desemboca en el narcisismo y acaba generando una soledad desesperada.

Por eso, más que detenerse en un análisis puntual de sus puntos concretos, creo que el lector debe confrontarse en primer lugar con la experiencia de una humanidad a la que invita la Samaritanus bonus. Se trata de verificar la correspondencia que existe entre lo que ahí se propone y lo que se vive día a día, lo que el corazón desea cuando piensa en sus seres queridos y en su propio sufrimiento. De este modo, podrá reconocer la dirección hacia la que este documento nos invita a orientar los tímidos y frágiles pasos de nuestra libertad. Una libertad que, como Cervantes hacía decir a Don Quijote, «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos».

Por eso, al leer la carta, he recorrido mi experiencia de cuarenta años como médico de trasplantes, mi tiempo de voluntariado y lo que he ido profundizando en el tema del “final de la vida”. Como médico, cuántas veces (ese es nuestro trabajo de cada día) he tenido que decidir cuándo parar los tratamientos, o cuándo en cambio seguir insistiendo, decidiéndolo con el enfermo en situaciones difíciles y desafiantes, cuándo jugarse el todo por el todo en una reanimación, cuándo aprender de los errores… He retomado momentos en los que volvía a ver, con el paso del tiempo, a los hijos de pacientes a los que salvamos la vida asumiendo muchos riesgos. Y también a los familiares a los que me he enfrentado después de la muerte de un ser querido al que había acompañado hasta el final de su vida con terapias de cuidados paliativos. He vuelto a darme cuenta de que en la relación de cuidados siempre se pone en juego la humanidad entera, no solo la competencia médica o la bioética.

Estos últimos años, como voluntaria en un hospicio de cuidados paliativos, he podido darme cuenta, día tras día, de que lo que allí sucede no es un debate sobre el final de la vida sino una presencia. Junto a la indispensable competencia médica en cuidados paliativos, hace falta (y es parte integrante de la medicina paliativa reconocida incluso por ley) por parte de todos, voluntarios y profesionales, una presencia humilde y fiel. Personas que sepan ser y estar, a veces en silencio, a veces compartiendo con el que sufre la dramática pregunta del porqué, y el “¿por qué a mí?”, buscando juntos una respuesta. He podido darme cuenta de que nunca se acompaña a la muerte, siempre se está al lado del que sufre para vivir hasta el último respiro. Y siempre se vive (no solo al final, sino cada día) por algo que vale la pena conocer y amar.

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La pandemia, al principio, despertó en todos nosotros las preguntas más esenciales, pero con el tiempo el cansancio parece que corre el riesgo de sepultarlas en vez de ser una ocasión para un cuidado más completo.
La recuperación parece una tarea ardua. Para todos es aún más evidente que para vivir ahora, en este instante, con conciencia e intensidad, debe merecer la pena, hay que poder sonreír por algo, tener ganas de conocer y amar algo y a alguien, sorprenderse del instante presente por doloroso o fatigoso que pueda resultar. Esta es la condición y el desafío para poder arriar las velas y dirigirse hacia otro puerto: percibir el cumplimiento de una vida.

Esta es la tarea humana de quien cuida, a todos los niveles: poner en juego la propia humanidad entera, hasta la pregunta sobre el sentido misterioso de lo que está pasando. Sin eludir el drama.
El texto de la carta está lleno de consecuencias y aclaraciones importantes (doy gracias por la claridad de la Iglesia en un mundo tan fácilmente confuso y relativista), pero hay que mirarlo todo desde esta concepción leal del ser humano y de aquello para lo que está hecho su corazón. Porque hace falta un camino, acompañado, de la libertad de cada uno, para pasar de la simple autodeterminación, que solo es la primera inercia de la libertad, a una decisión libre que tiene en cuenta todos los factores. Una posición digna de la grandeza del ser humano, que pueda fascinar a nuestros hijos, porque hace de la vida una aventura de cumplimiento, merecedora de ser vivida incluso con todas las dificultades y fragilidades inevitables.

* vicepresidenta de Medicina y Persona