Vuon, Mom y su hija María.

La historia de Vuon, que volvió a "caminar"

La primera vez que vi a Vuon, yo estaba de viaje con un grupo de cristianos de nuestra comunidad de Kdol Leu. Al pasar cerca de Kratiè, nos detuvimos un momento para saludar a ese dechado de ternura y bondad que es sor Savier, una anciana misionera tailandesa. Nada más bajar del autobús, vi a un jovencito que venía a mi encuentro. Le costaba caminar debido a una evidente malformación en las piernas, pero lucía una hermosa sonrisa con sus 34 dientes (le faltaban dos incisivos). Me llamó lopok, “padre”, como llaman a los sacerdotes en Camboya. Le miré un poco mejor, pero su cara no me resultaba conocida. Se presentó: se llamaba Vuon y se dirigía a Ratanakiri, su provincia natal, para recoger las cenizas de sus padres y llevarlas a una pagoda de Kratiè. Hablamos un poco y me explicó que llevaba unos meses estudiando en el Centro para Discapacitados de los jesuitas cerca de Phnom Penh. Después de saludarle y al reanudar el viaje le dejé algunas cosas, pero no mucho, pues por desgracia me dejé invadir por las dudas de que quizá no fuera cierto todo lo que me había contado. Él en cambio me dio una pequeña paloma de madera que había tallado en el Centro. Me fui con la idea de que no le volvería a ver. Pero por la tarde, en el camino de regreso, volví a encontrarme con Vuon en una gasolinera mientras esperaba algún medio de transporte que le llevara hasta Ratanakiri. Al verme me abrazó conmovido. Aquel gesto me enterneció, quizás Vuon era más honesto de lo que yo pensaba.

Unos meses después, tuve que pasar por el Centro de los jesuitas y pregunté por Vuon. Le llamaron y al verme se puso contentísimo. Me presentó a sus amigos, quiso enseñarme su habitación y me explicó que desde nuestro encuentro anterior había empezado el curso de agricultura y ganadería. La misma escena volvió a repetirse cuando volví dos meses después, pero esta vez me presentó también a sus profesores y me llevó a ver los cerdos y las gallinas. Entonces se me ocurrió una idea: precisamente esos días estábamos viendo en el Consejo Pastoral la posibilidad de empezar un pequeño proyecto de cría de pollos y cerdos. Hablé con el padre Indoon, un joven jesuita coreano responsable del Centro. En la siguiente ocasión le hice la propuesta a Vuon. Se alegró muchísimo. En poco tiempo terminaría el curso y no se podía creer que ya tuviera un trabajo.

El día que fuimos juntos a Kdol Leu, Vuon estaba todo emocionado. Durante el viaje en coche no dejó de lanzar ideas para nuestro proyecto. Se puso a trabajar inmediatamente: la pocilga, el gallinero, un lugar para los patos y los pavos… No quería perder el tiempo. Cada mañana, antes de empezar la tarea, también participaba en la misa. No es cristiano, pero le gustaba (al principio confundió la iglesia con un hospital, ¡y no fue el único!). Escuchaba con gran atención las lecturas, y también mi homilía (quizás en esto sí era el único). Una mañana, durante el desayuno, me dijo: «Hoy por fin lo he entendido: ¡Dios Padre envió a su hijo Jesús para salvarnos!». Me quedé atónito. Aquella mañana habían venido a misa dos personas, él y Jei Niang, que nunca falta. En la homilía me propuse decir algo de todas formas y, un poco entumecido por el sueño, mascullé aquella idea, avergonzándome un poco, porque me parecía lo más banal del mundo. Y mira por dónde había sido un descubrimiento para Vuon.

Un viernes de Cuaresma, durante el Via Crucis, vi a Vuon detrás de todos. Pensé que tal vez no entendía lo que estábamos haciendo. Al llegar al a mitad, me di cuenta de que Vuon iba siempre una estación por detrás, se paraba y miraba fijo con los ojos abiertos de par en par las imágenes de Jesús llevando la cruz. Me llamó la atención y al día siguiente le pregunté qué le había parecido. Me dijo: «Padre, Jesús sufrió mucho. Él sí que puede entender mi sufrimiento...». Empezó a hablarme de sus padres, que murieron juntos a causa de una mina anti-persona cuando iban a recoger leña. Él apenas tenía tres años. Me contó que, al ser hijo único, fue confiado al jefe de la tribu de su grupo étnico, una especie de hechicero, y que un día se subió a una camioneta militar para ir a Phnom Penh buscando suerte. Al llegar a la capital, pasó a cargo de un hombre sin escrúpulos que le mandaba a pedir limosna por las calles y luego, por la noche, le quitaba todo lo que había conseguido. Vuon solo podía moverse gateando, debido a una poliomielitis que había sufrido años atrás. Estaba indefenso y dependía de los demás. A menudo el hambre le obligó a comer lo que encontraba por el suelo, como restos de comida que tiraban los turistas. Muchos de sus compañeros de la calle tomaban drogas, pero él siempre se opuso, por lo que terminó aislado. Varios de ellos murieron. Vuon resistió, hasta que un día una mujer lo vio por la calle y se compadeció. Era una mujer suiza que trabajaba en Camboya por unos proyectos sociales, conocía a varios cirujanos y le propuso a Vuon probar con una operación para intentar caminar. Finalmente llegó la operación y consiguió caminar sobre sus piernas, aunque con bastante esfuerzo. Meses después, tras encontrar trabajo en un huerto, conoció por casualidad alpadre Gerald, un misionero francés que le propuso estudiar en el Centro para discapacitados de los jesuitas. Vuon aceptó y se trasladó hasta allí.

Escuché a Vuon conmovido, ¡vaya si había entendido el significado del Via Crucis! Durante sus primeros meses con nosotros siempre estaba radiante, contento, orgulloso de su trabajo. Pero un día sucedió un imprevisto: murió una de sus cerdas. Vuon me llamó llorando a mares para darme la noticia. Intenté consolarle, pero en aquel momento algo en él cambió, ya no era tan alegre como antes. En los meses siguientes empezaron a llegarme rumores de que, cuando yo no estaba en el pueblo, se emborrachaba e insultaba a todo y a todos. Me sorprendí, me costaba creerlo, porque cuando hablaba con él todo parecía estar en orden. Hasta que un día las pruebas se hicieron nítidas y nuestro obispo fue testigo de ello. Se decidió que Vuon ya no podía seguir con nosotros, la situación era demasiado comprometida. Le acogió entonces una pareja del pueblo que participaba en un proyecto social en la ciudad. Pero también allí era la misma historia. Vuon fue el primero en afligirse, se daba cuenta del problema que tenía y se desesperó. Pero había una pequeña luz que le sostenía: llevaba consigo una imagen de Jesús, cuando la miraba se sentía consolado. Sin embargo, tuvo que marcharse también de allí, y decidió volver a Phnom Penh para buscar un nuevo trabajo. Seguimos en contacto telefónico, pero después de unas semanas le perdí la pista. Hasta que un día me llamó: «Padre, estoy en Siam Reap, estoy trabajando en un proyecto agrícola de los jesuitas». Me alegré por él, esperaba que esta vez todo fuera bien. Pero un par de meses más tarde, volvió a llamarme para decirme que ahora estaba en otro proyecto agrícola gestionado por un joven católico filipino. Esperaba una tercera llamada que me informara de un nuevo cambio de trabajo, pero no llegó. Bueno, sí me llamó, pero para decirme que estaba bien, que seguía trabajando y estaba contento. Y luego otra vez, un buen día, para decirme que… ¡se había echado novia!

Vuon y Mom se casaron por un rito sencillo que se da entre los pobres. Pronto llegó una pequeña bebé. Vivían en una choza pero pronto empezaron a ahorrar para construirse una casita. Su jefe me confirmó que Vuon estaba trabajando mucho realmente, que había empezado un camino de catequesis con su esposa, y que llevaba ya bastante tiempo sin beber. Por aquella época me llamaba a menudo, y se oían las voces de la pequeña y de su mamá. Quería venir a vernos a Kdol Leu, porque llevábamos más de dos años sin vernos, pero estaba demasiado lejos.

Pero hace dos semanas llegó la ocasión. Resulta que en su documentación todavía figura su residencia aquí, con nosotros, y tenía que cambiarla. Así que aprovechó para venir con toda su familia. Llegaron y… sorpresa: no eran tres, sino ¡cuatro! Porque hay otro hijo que Mom tuvo con otro hombre que la abandonó al tercer mes de embarazo. Hablamos largo y tendido, me contaron muchas cosas. Vuon me dijo que ahora, cuando encuentra algo de dinero en el bolsillo, ya no es capaz de gastarlo en sí mismo, en seguida le viene a la cabeza su pequeña y todo lo que ella podría necesitar. Mientras le escuchaba, pensaba dónde estaba Vuon apenas unos años antes y sentí una gran admiración por él. Cuando nos despedimos, le di una pequeña ayuda para ayudarles a terminar su casa. Le dije que no era dinero solo mío sino de muchos amigos que nos ayudan desde Italia. Con lágrimas en los ojos, Vuon dio gracias a Dios y prometió rezar todos los días por esos amigos.

Cuando pienso en Vuon, pienso en una persona en camino: tendría miles de razones para detenerse, enfadarse con la vida, reivindicar todo lo que no ha tenido, pero en cambio sigue adelante, con su paso renqueante a causa de la poliomielitis y de otras heridas muy profundas que solo Dios conoce. Sigue adelante. Pienso en su mujer, Mom, y en Somnang (en khmer significa “Fortunato”), su primer hijo. Y pienso en su bebé, María. Han querido llamarla así en honor a la madre de Jesús.

Y pienso entonces en la Virgen María y en su esposo José, que debieron gastar muchos pares de sandalias por las calles de Israel, en un camino interior mucho más largo y fatigoso: el de la esperanza y la confianza, porque la vida está en unas manos mucho más grandes que las nuestras y yo estoy inmerso en un proyecto bueno, en un deseo infinito de bien, que llega a sanar divisiones demasiado grandes y a curar heridas demasiado profundas. Por tanto, hay que tener siempre, como María y José, y como Vuon, mucha esperanza. Eso es lo que os deseo de corazón.
Padre Luca (Camboya)