Bachilleres. Libros para el verano

Miguel Mañara de Oscar V. Milosz y Son las doce, doctor Schweitzer de Gilbert Cesbron. Dos hombres, dos historias para volver a mirar lo que está en juego en la vida

Miguel Mañara
Me imagino a mis alumnos, que ya les cuestan los autores que damos en clase, si ven que les proponemos a un dramaturgo lituano. Alguno de los más diligentes iría a buscar dónde se sitúa Lituania, tierra de bosques y lagos. A los doce años, Oscar Vladislas Milosz se fue a Francia, donde su padre viajó con motivo de la Exposición Universal de 1889, la que regaló al mundo la torre Eiffel. Él mismo cuenta que allí fue educado según «los principios del libre pensamiento más ingenuo y brutal». Quién sabe qué perseguía el padre de Vladislav en su viaje de Czereia a París, quién sabe lo que pensaría al leer el primer acto de Miguel Mañara, donde el protagonista se lamenta: «¡Qué breve es esta vida para la ciencia!». Podríamos interpretar así su denuncia: la ciencia –aunque para no tomarla demasiado con la ciencia podríamos pensar en dicha educación ingenua y brutal propia del libre pensamiento– lo máximo que puede llegar a decirme es que mi vida, en la escala de la historia universal, es un pequeño y minúsculo fragmento. Pero eso no apaga ni satisface al protagonista de su obra más famosa, que trataremos de conocer un poco en estas líneas.

En el primer cuadro, Miguel Mañara –personaje que existió realmente en la Sevilla del siglo XVII– está celebrando sus treinta años en compañía de varios comensales. Ellos, como él, también viven siguiendo sus vicios, pero ninguno lo iguala. De su conciencia pende un largo elenco de mujeres: duquesas, marquesas, mujeres de la nobleza, de la burguesía, rameras. Es el rasgo que mejor define al personaje, descendiente de la nobleza del siglo de oro que arrastra el amor «al fango y a la muerte, convirtiéndolo en placer». Pero atención: lo suyo no es una mera rebelión, sino que desenmascara también la hipocresía de los que están allí, a su lado, aunque rechazaría cualquier juicio moral. Su problema no es obedecer a leyes escritas o no escritas, pero se da cuenta de que no ha logrado acercarse ni aun mínimamente a algo que pudiera saciarlo. «He perdido a Satanás», dice el protagonista, que se ve privado hasta del gusto del mal, «solo me queda la hierba amarga del aburrimiento». El aburrimiento de Miguel no es solo un pensamiento abstracto, una percepción del intelecto, sino una “hierba amarga” concretísima, como si la estuviera masticando. Todo lo que prueba es algo parecido, en consistencia y en gusto, a una de esas hojas de ensalada que lleva demasiado tiempo en la nevera. Miguel busca por todas partes una «belleza nueva, un nuevo bien que sacie pronto»; incluso «un nuevo dolor», que tampoco lo aplaca. «¿Cómo colmar este abismo de la vida? ¿Qué puedo hacer? El deseo está siempre presente, más fuerte, más angustioso que nunca». Sus treinta años se resumen así: una búsqueda insaciable de algo que le satisfaga, en un «infinito de vidas nuevas» donde haya una, al menos una, que pueda colmar ese abismo.
Del oscuro escenario donde se sitúan las palabras de Miguel en el primer acto, pasa a despertarse «sobresaltado en una hermosa habitación en la que cada cosa está inmersa en la música discreta de la luz». Resulta un poco extraño pensar que una nueva etapa de la vida pueda compararse a una habitación, pero hagamos ese esfuerzo para seguir a nuestro personaje: imaginémoslo en esa habitación. Una luz, una luz inmensa, que llega a iluminar cada rincón como si fuera música. También hay flores en la ventana. ¡No! ¡Las flores no! Las flores son preciosas, pero justo por eso «hay que dejarlas vivir y respirar el aire del sol y de la luna. Se puede amar perfectamente en este mundo si tener ansia de matar el amor, o de encerrarlo entre cristales». Nada de flores, dirá Jerónima, la joven que delante de Miguel no teme, sino que le dice: «no veo en ello algo tan terrible», refiriéndose a la vida que él lleva. Delante de ella, su existencia ya no parece tan tremenda. Miguel, el gran amante, se encuentro con alguien que sabrá encender «una lámpara en su corazón».
Mattia Gennari



Son las doce, doctor Schweitzer
Dejarlo todo y marcharse. No es un capricho, sino para poder responder a lo que le llama la vida: «La responsabilidad de cada uno de nosotros hacia todo lo que vive es total». En el drama teatral Son las doce, doctor Schweitzer (1954), Gilbert Cesbron nos describe la jornada de un hombre, Albert Schweitzer, que a principios del siglo XX deja en Europa a su familia, su cátedra universitaria y su carrera de pianista para «asumir una parte de la carga del dolor del mundo», para trabajar como médico en el Congo, reuniendo «treinta barracas, trescientas camas» donde «antes no había nada».
Delante de héroes así, uno se siente minúsculo. Te das cuenta de que la vida pasa. Los pequeños cálculos por tenerlo todo en orden y cómodamente se vuelven repugnantes: las notas bien, el verano también, ya haremos algunos planes de futuro… Sin embargo, ¿qué puedo ofrecer yo a este mundo? Te levantas de la silla y vas a encontrarte con tus alumnos, intentas dedicarte a ellos, te inventas mil cosas cada mañana.
Solo hay un problema: al final, salga como salga, sales perdiendo. Es como mover una roca tan solo un milímetro. Porque casi todos renuncian antes de empezar. Y encima se las dan de listos: «Porque no aman a nadie, creen amar a Dios», sentenciaba Péguy. Por el contrario, el que arriesga se quema. «He renunciado a la música, a enseñar, a todo lo que amaba por venir aquí y deciden robar las provisiones del hospital», se lamenta Schweitzer.
Yo me dejo la piel, y a ellos les da igual. ¿Merece la pena? Después de todo lo que les digo, de todo mi entusiasmo a lo largo del curso, ¿qué es lo que queda? ¿Qué queda de todo lo que intentamos hacer por nuestros amigos? «El cementerio es lo único que podrá reconocerse cuando las termitas hayan devorado el hospital, cuando la selva lo haya borrado todo». Habría que poner nuestros proyectos en manos de Dios. Sí, ¿pero es suficiente? A las doce de la noche, un día de 1914, empieza la guerra, y Schweitzer se ve obligado a retirarse. Adiós a su entrega, adiós al hospital. «Debería aceptar y entregarme con toda confianza, pero me ahogo de amargura y de inquietud».



Uno puede sacrificarse por los demás y morir de amargura. Y al sonar las doce, sentirse impotente y desolado. La injusticia es imposible de eliminar, las cuentas no salen, pero hay alguien que siempre pierde pero siempre vuelve a empezar: «Padre, ¿por qué sonríe usted sin cesar?».
Pero el padre Carlos no es concluyente («de todos los misioneros, tú eres el que cuenta con el número más pequeño de conversiones en su haber»), ni se consuela con cuentos ingenuos con final feliz. «¡Qué fracaso, padre Carlos! Dos años hace que estamos instalados aquí, usted y yo, y todavía sacrifican a los niños enfermos… ¡Qué fracaso!».
Fracasados, sí, ¿pero no sabían desde siempre que amando no se gana ningún premio? ¿Que nuestra tarea consiste en «abrir procesos» (que otros destruirán puntualmente)? Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado si la ingratitud nos roe las tripas? Nos hemos puesto a hacer balance. Y cuando se han marchitado las rosas que ocultaban la vorágine, hemos sido absorbidos por el vacío que nos empeñábamos en llenar.
Pero ese cura fracasado y sonriente se aferra a otra pregunta: «¿Puedo yo preguntarle por qué no sonríe usted?». Perseguimos una imagen heroica de profesores rodeados de alumnos entusiastas en vez de amar a estos «seres miserables» que no saben qué hacer con las lecciones que les damos, eso es todo. ¿Por qué los demás no reconocen nuestro empeño y nuestros ideales? Sería inevitable volverse cínicos, como todos, si no fuera porque hay excepciones en las que ninguna decepción araña ni una pizca a la plenitud. «También porque –como decía Pavese– son todos capaces de enamorarse de un trabajo que se sabe cuánto rinde; difícil enamorarse gratuitamente».
Valerio Capasa