Gabriel Metsu, El niño enfermo, 1660-1665, Rijks Museum, Amsterdam

La niña de Millet y el arte de cuidar

¿Qué le puede enseñar el arte a los jóvenes médicos? Un curso a base de imágenes, música, cine y testimonios propone un enfoque que no suele estudiarse en las carreras sanitarias: el enfermo como persona
Giorgio Bordin

Muchos conocen al pintor Jean-François Millet por el cuadro del Ángelus, solo algunos por su producción de dibujos, mucho más potentes que su obra pictórica. En su Estudio para La niña enferma –boceto previo a un cuadro titulado El niño enfermo, conservado pero no expuesto en el museo del Louvre– el artista muestra un abrazo, un gesto familiar que se vuelve solemne, sagrado, casi épico. La discreción conmovida con que retrata la enfermedad apenas asoma en la mirada de la madre y en el peso de la cabeza de la niña, que destaca por el contorno de una sombra oscura, dando paso sin pietismo ni manierismo sentimental a una conciencia: «En un momento dado y en un determinado lugar, cada cosa alcanza su verdad».

En un gesto común de cualquier madre, que puede convertirse en un icono atemporal, «la mirada del artista nos ofrece la única forma de acompañar al enfermo. Solo quien ha colaborado para dar vida sabe llevar también la fatiga y el sacrificio que marcan irremediablemente el destino de cada hombre», como dice Laura Polo d’Ambrosio en el libro Curare e guarire. Occhio artistico e occhio clínico (Cuidar y curar. Ojo artístico y ojo clínico, ndt). «Amar es decir “tú no morirás”», como decía el ensayista George Santayana. Es afirmar el significado de la vida más allá de cualquier límite, superando cualquier derrota o percepción de inutilidad. Consolar (casi un oxímoron porque significa “estar con quien está solo”, anulando así la soledad) es la respuesta conmovida a la compasión, origen de cualquier gesto de cuidado. Compasión y conmoción son dos dimensiones que no pueden estar la una sin la otra. La com-pasión es vivir dentro de mí el sufrimiento del otro, la ruptura del deseo infinito de belleza y de bien que es propio del corazón humano y que el destino de la muerte y su anticipación con la experiencia de la enfermedad conllevan, pero la compasión no sería verdadera sin la con-moción: moverse hacia el otro, hacerse cargo de una persona herida, no abandonarlo a la soledad y a la desesperación. El abrazo que muestra Millet comprende, es decir, toma (prende) consigo incluso lo que la razón no es capaz de entender, como el misterio del dolor, del sufrimiento y del mal, tan comunes en la vida de los hombres, pero tan ajenos a su deseo de felicidad.

Comencé a usar el arte para sacar a relucir estas cosas en ámbitos profesionales cuando empecé a descubrir personalmente, con cierto asombro, que el arte puede ser un factor de conocimiento tan poderoso y hasta más importante que la ciencia. Arte y ciencia, que parecen antitéticas, son cercanas e inseparables. La ciencia vive de la dinámica artística para poder ser verdadera e innovadora, del mismo modo que el arte lleva en sí rasgos de rigor que la acercan a la ciencia en su proceso creativo. Pero el arte sabe decir lo inefable y lo convierte en experiencia posible para todos. «Si lo hubiera podido decir con palabras no habría sentido la necesidad de pintarlo», decía Edward Hopper.

Así es como, gracias también a ciertas circunstancias favorables, este itinerario que habla de la enfermedad, la salud y el cuidado a través de una mirada artística, se convirtió en un curso de la Universidad de Bolonia en 2006. La ayuda gratuita e inesperada de varios profesores hizo posible este curso sui generis. Como la provocación de Millet, cientos de imágenes cargadas de significado y de belleza se han convertido en un instrumento para dar paso a una mirada diferente hacia la realidad médica. Por un lado, el arte dicta un método. Enseña una capacidad de mirada y apertura al conocimiento de la realidad. Por otro, y al mismo tiempo, ofrece imágenes que describen lo que significa cuidar de los enfermos en medio de desafíos, contradicciones y abismos misteriosos que se topan con la mirada llena de preguntas del enfermo.

J. Francois Millet (1814- 1875). Estudio para La niña enferma, (1858 ca.), Museo del Louvre, París

«Si quieres, puedes limpiarme», dice el leproso a Jesús, y con él cualquiera que nos pida ser curado. La necesidad humana de tener salud lleva consigo, aunque sea inconscientemente, una petición de salvación. Es difícil afrontarla sin sentirse abrumados o sin reducir su alcance. También ahí el arte puede enseñarnos algo. La mirada del artista sabe custodiar ese grito estructural del ser humano, no censurarlo cuando resulta insensato o contradictorio, cuando pide la muerte pero afirma la vida, y lo hace situándose como guardián en defensa de la dignidad del enfermo y del médico, y evitando la reducción del enfermo a su enfermedad. Como dice el cardenal Angelo Scola, «de forma sutil porque se esconde mucho, eso es lo que pide el paciente ante el médico, como si mi curación como paciente dependiera de ti, doctor, casi casi culpándolo. Ciertamente, nada como la enfermedad y la medicina saca a flote cuál es la exigencia más verdadera y profunda del enfermo y del hombre. La exigencia de captar el punto central y el sentido de este fenómeno, que es lo que tarde o temprano me llevará a dar el último paso».

Nada de esto se plantea habitualmente en los cursos de formación de médicos y enfermeros. La medicina ha asumido un estatus científico, los resultados de la ciencia han alcanzado resultados imparables y han permitido una eficacia impensable en el campo biológico, pero con dos problemas. El primero es que ha ido acompañada de un reduccionismo materialista que ha confinado el gesto del cuidado a su ámbito biométrico, olvidando ese último paso que esconde la necesidad de salud. El segundo es que la técnica ha generado problemas nuevos, donde vuelven a replantearse poderosamente preguntas que se habían intentado olvidar porque no se sabe cómo afrontarlas. La insuficiencia cultural y educativa hace que los profesionales estén cargados de recursos tecnológicos pero desprovistos de significado. Ya en 1926 el neurólogo Viktor von Weizsäcker escribía que «el hecho de que la medicina actual no posea una doctrina propia sobre la persona enferma resulta sorprendente, pero innegable. Identifica manifestaciones de la enfermedad, diferencias entre las causas, consecuencias, remedios, pero no al hombre enfermo».

Hay una urgencia educativa que se presenta a todos los niveles y en todos los momentos de la vida profesional de un médico o de un enfermero, pero no puede dejar de empezar a plantearse desde la formación universitaria, que no solo olvida este nivel de provocación sino que contribuye a percibir estas cosas como ajenas al cuidado, reduciéndolo a prestaciones sanitarias de calidad. Este curso universitario, titulado “Ars medica. El arte de cuidar”, está abierto a los alumnos de todos los cursos, tanto a los que empiezan y llegan sin saber qué es lo que les espera, como para los que ya conocen la experiencia clínica y están en contacto con los problemas más candentes de la profesión. El curso está hecho a base de imágenes, música, cine, provocaciones transversales y testimonios. Hay alusiones a la historia de la medicina para tratar de mostrar cómo la experiencia cristiana hizo posible históricamente la introducción de una positividad inimaginable frente a la enfermedad y la muerte, que no son la última palabra sobre la vida humana. Solo en virtud de esta certeza se puede abordar honestamente la petición de salud de un enfermo. La respuesta de las comunidades cristianas a las epidemias de los primeros siglos y el nacimiento de la hospitalidad en la época monástica hicieron de esta actitud virtud, no solo individual sino también civil.

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Al terminar el curso preguntamos a los alumnos si ha sido significativo y por qué. Las respuestas muestran una apertura inesperada que los estudiantes valoran como decisiva en su formación y única en el panorama académico. Algunos confiesan que les ha servido para confirmar su decisión de estudiar medicina cuando ciertas experiencias en los hospitales parecen apagar ese deseo. No sabemos cuánto de esta semilla plantada en el corazón de los alumnos quedará o dará frutos significativos en su carrera profesional, eso pertenece a su libertad y seriedad a la hora de medirse con nuestra propuesta. Lo cierto es que supone un trabajo de profundización para nosotros mismos que nos ayuda a mantener abierta esa mirada.