Paul Cézanne, "Manzanas", 1878-79. Metropolitan Museum, Nueva York

Indestructible en su obstinada presencia

Naturalezas muertas, pero que encierran en su “ser” la mano del Creador. Las Dos manzanas de Giovanni Testori de la portada de Huellas de enero están muy unidas al arte de Cézanne y Giacometti
Giuseppe Frangi

¿Qué ven los ojos de un artista en algo tan simple y tan banal como una manzana? Nos lo desvela una página de Rainer Maria Rilke. En octubre de 1907, el gran poeta checo visitó varias veces la exposición de homenaje a Paul Cézanne que hubo en París un año después de la muerte del artista. Aquella exposición causó en Rilke una gran impresión, que dejó documentada en una serie de cartas extraordinarias que enviaba casi a diario a su mujer, Clara. Observando sus cuadros de manzanas, un tema central en muchas de las naturalezas muertas de Cézanne, Rilke escribió el 8 de octubre: «Resultan sencillamente indestructibles en su obstinada presencia», tanto que parecían haber perdido «del todo su carácter comestible». ¿Cómo explicar esa transfiguración? Esta era la hipótesis de Rilke: «Cézanne convierte estas cosas (las manzanas) en sus santos. Las obliga a ser hermosas y a mostrar al mundo todo su significado y todo su esplendor». En definitiva, resume el poeta, las manzanas son «el grano del Rosario con el que su vida pronuncia una oración».

Giovanni Testori, que pintó las dos manzanas que aparecen en la portada de la revista Huellas de enero, como crítico de arte fue uno de los intérpretes más agudos y profundos de la pintura de Cézanne. En 1978, después de una exposición histórica en París dedicada a la última etapa del artista, escribió dos largos y apasionantes artículos para el Corriere della Sera y para Il Sabato, donde proponía nuevas coordenadas para leer su obra. Para Testori, la tarea que Cézanne había asumido en el sprint final de su aventura humana y artística consistía en «recomponer la imagen de lo que existe, rastreando la mano del Creador y, siguiendo sus huellas, intentar realizar esa enorme y acaso imposible empresa». ¿Y por dónde seguir la mano del Creador sino partiendo de su tema de siempre?, se dijo Testori. Las manzanas eran su emblema, «la Tierra Prometida donde las formas de la vida, las más modestas y habituales, revelan, sin perder su carácter contingente, su impronta suprema, es decir, el soplo y la mano de Dios, indicando así los arquetipos propios del ser». El mismo Cézanne propuso esa metáfora en una carta de 1903 a su galerista Ambroise Vollard: «Trabajo obstinadamente, vislumbrando la Tierra Prometida. ¿Seré como el gran jefe de los judíos o seré capaz de poneros en pie?». Decía Testori: «Cézanne nos muestra así que el amor a la verdad solo puede realizarse allí donde lo cotidiano y lo habitual (como las manzanas, por ejemplo, ndr) se precipita en su principio».

Testori no fue el único en captar la reveladora novedad de la exposición parisina. El gran escritor alemán Peter Handke, que llegaría a ser premio Nobel en 2019, también reflexionó mucho a raíz de aquellas visitas. Handke, que reuniría aquellos pensamientos en un libro titulado El peso del mundo, percibió en Cézanne una «posibilidad de describir el mundo: una sensación se une por fin a un objeto». Por su parte Testori, con ese ímpetu que le caracterizaba, sugirió profundizar en la oportunidad que le ofrecía la exposición y de ahí nació un cuaderno que se publicó en 1978 junto a CL Litterae Communionis, la revista del movimiento entonces, que luego pasó a ser Huellas.

Giovanni Testori, ''Dos manzanas'', la imagen de portada de Huellas de enero. Por cortesía de la Asociación Giovanni Testori. Foto de Lidia Patelli

Pero la matriz de Cézanne no es la única de las Dos manzanas que pintó Testori. Otro de sus pintores preferidos eligió ese sujeto “de nada” como centro de algunas de sus obras de arte. Se trata de Alberto Giacometti. En 1937 el artista suizo trasladado a París pintó una Nature morte à la ponme, que hoy se conservaen el Metropolitan Museum de Nueva York, una de sus obras más destacadas y conmovedoras, donde se ve una gran alacena de su casa natal en los Alpes de Val Bregaglia, con una pequeña manzana, que aparentemente parece un poco perdida en un espacio tan grande. Sin embargo, es ella quien da título a la obra, a ella es a quien se dirige el ojo indagador de Giacometti. Hay mucho amor en esa mirada que busca el objeto respetando su pequeñez, hay mucho amor en esas pinceladas laboriosas, pacientes, que avanzan sin imponer certezas, sin la presunción de “llegar” a encontrar lo que está buscando. Por eso, en esa manzana, además de amor hay también, sin duda, mucha inquietud, como señaló otro famoso escritor, Jean Genet, tras visitar el estudio de Giacometti. Refiriéndose a los objetos que pintaba el artista, Genet escribe: «Si parecen inquietos es debido a su pureza y unicidad… el objeto que pinta Giacometti nos conmueve y serena no porque sea más humano –en el sentido de que es algo útil para el hombre– sino porque se trata de “ese objeto”, con toda la pureza indefensa que es propia de ese objeto… está solo su ser, su ser insustituible». Con toda su pobreza, la manzana se convierte en emblema de una belleza cuyo origen está en la herida de esa inquietud. «El arte de Giacometti –escribe Genet– me parece que desvela la herida secreta de cada ser y de cada cosa, pues esa herida los ilumina».

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Las manzanas pintadas “con los ojos transparentes” de Testori pueden leerse también como un homenaje o un himno a estos dos grandes artistas. El homenaje de un escritor tan enamorado de la pintura que quiere lanzarse él mismo a la aventura de esta forma artística, como posibilidad de una mirada hacia la realidad por fin «liberada de cualquier falso semblante» (Genet).