Wisława Szymborska (Foto: Damian Klamka/ZUMA Press/Ansa)

Szymborska. No hay nada ordinario

Hace cien años nació esta poetisa polaca Premio Nobel de Literatura. Una cena en familia, las lágrimas del hombre de Neanderthal, el asombro… Para ella nada era insignificante. (de Huellas de julio/agosto)
Andrea Fazioli

«El poeta ignora y a menudo ignorará siempre su verdadero destinatario», decía Eugenio Montale en 1975, cuando le otorgaron el Premio Nobel. En efecto, es largo el camino que recorren las poesías leídas, traducidas y difundidas por internet a los cuatro vientos. ¿Pero existe algo así como un «verdadero destinatario»?

En mi opinión, siempre me he considerado el «verdadero destinatario» de la poesía de Wislawa Szymborska (1923-2012). Naturalmente, nunca la conocí y desde luego que no pensaba en mí cuando escribía. Sin embargo, la escritora polaca, también galardonada con el Nobel en 1996, tiene la capacidad de hacer personal cada palabra suya. Nunca parece dirigirse a un público genérico, a sus contemporáneos, sino solo a mí, justo a mí, con mi vida cotidiana tejida de hechos aparentemente insignificantes.

Ningún hecho es insignificante. Este es uno de los puntos fundamentales en la poesía de Szymborska. Veamos una cena familiar. Los hijos están inquietos, uno tiene que estudiar para un examen, el otro está cansado o tal vez enamorado, quién sabe… En ese momento suena el teléfono. Los padres se distraen por un instante y la pequeña aprovecha para explorar un fragmento de realidad. «Desde hace más de un año se está en este mundo, / y en este mundo no todo se ha examinado / y puesto bajo control». La niña decide examinar «las cosas / que no pueden moverse solas». Algunas son inamovibles. «Pero ya el mantel sobre la testaruda mesa / –si se lo agarra bien de las orillas– / muestra disposición al viaje. // Y sobre el mantel los vasos, los platitos, / una jarrita con leche, cucharitas y un tazón / hasta tiemblan de ganas».

El poema retrata un hecho real. Szymborska estaba al telefono con uno de sus colaboradores cuando la hija de este arrastró el mantel provocando la caída de platos y vasos. Su colaborador recuerda el desconcierto que sintió al oír que, sin añadir ningún otro comentario circunstancial, Szymborska exclamó: «Qué buen tema para una poesía».

¿Por qué era un buen tema? Tal vez porque aquella «niñita» curiosa que quería mover la vajilla para ver lo que podía pasar es una imagen de la autora. De hecho, Szymborska presta especial atención a vigilar las cosas más ordinarias, minúsculas, expresando su asombro. Lo afirmaba ya en un poema de juventud. «La necesidad de las palabras / nace del asombro / y por eso cada verso / tiene el nombre de Asombro». En el caso de Szymborska ese «Asombro» se presenta sobre todo como misterio, con la convicción de que nadie puede decir: esto lo conozco, es un tema o un hecho que me resulta familiar, lo estudio desde hace años, ya me lo sé todo.

Cuando en mi vida aflora la tentación de creer haber llegado a un punto firme, siempre ha venido algún poema de Szymborska a ponerme en guardia. En el discurso que pronunció al recibir el Nobel, la poetisa declaró: «Sea lo que sea, la inspiración nace de un continuo “no lo sé”». Puede parecer una invitación a desvincularse, pero es lo contrario. Szymborska desconfía de los que «saben, y lo que saben una sola vez les basta para siempre». En efecto, «cualquier tipo de saber del que no surgen preguntas muy pronto fenece, pierde la temperatura propicia para la vida».

Ningún saber agota el misterio. He aquí otro punto decisivo en la obra de Szymborska. La capacidad de mirar la realidad como un milagro, porque cada cosa desvela profundidades inesperadas. «Un milagro, y basta con abrir bien los ojos: / el mundo omnipresente». La atención a los detalles desvela «un milagro que no sorprende lo debido: / una mano tiene menos de seis dedos, / pero tiene más de cuatro». Como el hecho de que otra vez hoy el sol «ha salido a las tres catorce / y se pondrá a las veinte cero uno». La poesía de Szymborska es un florecimiento continuo de preguntas y las más ingenuas, esas que parecen infantiles, son las más apremiantes.

En un famoso poema titulado “Vietnam”, los versos muestran una conversación con una mujer vietnamita que a cada pregunta responde: «No sé», como una letanía. Cómo te llamas, cuándo naciste, de dónde vienes, por qué cavaste esta madriguera, desde cuándo te escondes, sabes que no te vamos a hacer nada, a favor de quién estás, estamos en guerra, tienes que elegir, existe todavía tu aldea… las preguntas se suceden y la mujer siempre responde: «No sé». Hasta la última pregunta: «¿Estos son tus hijos? – Sí». La certeza no se basa en un conocimiento teórico, lo que la define es esa criatura que la hace humana en medio del oprobio: la maternidad.

La capacidad de partir de hechos diminutos, la atención, las preguntas, la multiplicidad de puntos de vista… son todos aspectos que caracterizan la poesía de Szymborska, como su fuerza imaginativa. Tal vez por eso sea una autora tan popular. Sus versos se han traducido en muchas lenguas, sus antologías venden muchísimas copias, teniendo en cuenta sobre todo que se trata de poesía. Al mismo tiempo goza de estima y atención por parte de la crítica. A lo largo de su vida cometió graves errores, como apoyar al régimen comunista soviético con poemas juveniles en honor a Lenin y Stalin. Ella misma lo reconoce: «No me justifico, los escribí; me arrepiento».

Es interesante notar que para ella esos versos carecían de «conocimiento e imaginación». No sabía del todo cómo funcionaban las cosas realmente con Stalin, sí, pero al mismo tiempo tampoco había encontrado aún una de sus claves estilísticas: su fuerza imaginativa, conjugada con su ironía y autoironía. Otros dos puntos fundamentales de su obra poética. Aparte de servir de antídoto contra cualquier rigidez ideológica, la hacen capaz de compasión. Basta leer el cierre fulgurante de “Si acaso”: «Escucha / cuán rápido me late tu corazón».

Partiendo de este nudo fundamental es como la escritura de Szymborska descubre esa capacidad de ser tan personal, de hablar a la intimidad de cada uno. Esto sucede incluso con los textos menos literarios, como sus artículos de prensa o las reseñas que publicaba en la sección “Libros recibidos” de una revista polaca. No eran clásicos, a menudo ni siquiera eran novelas o poesías, sino en muchos casos manuales de ornitología o de moda, ensayos sobre personajes históricos, grafología, delfines, flores, récords guinnes, anuarios estadísticos, diccionarios… Con ligereza y precisión, Szymborska logra transfigurar la materia de la que se trate.

Repasando esas «lecturas facultativas», como las llamaba ella misma, da la impresión de estar en el salón privado de la poetisa un día de lluvia, tomando un té mientras hojeamos con ella los libros más extraños, atentos a rastrear las huellas de nosotros mismos, como siempre. ¡Mira, un libro de prehistoria! Y enseguida Szymborska va directa al núcleo: «¿El hombre de Neanderthal lloraba? ¿Sus glándulas lacrimales reaccionaban al dolor físico y, sobre todo, a los diversos motivos de aflicción y tristeza? Tal vez aún no era capaz de llamarlos por su nombre. No es nada raro, a veces a mí también me supone un gran problema».

De la antropología pasamos a la esencia de la creación poética: hallar nombres que expresen lo que sentimos. Es difícil porque las cosas son mucho más grandes que nuestras definiciones, pero hay una tensión que nos mantiene despiertos y nos arranca de cualquier resto de nihilismo. Con su habitual ironía, Szymborska expresa el carácter ineluctable de la esperanza: «Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad / de que el ser tiene su razón». Porque, como dicen los últimos versos de “Las tres palabras más extrañas”, «cuando pronuncio la palabra Nada, / creo algo que no cabe en ninguna no-existencia».

Llegamos a la última clave en la obra de Szymborska: la esperanza. A menudo oculta, a menudo deja asomar su reverso, la melancolía, la amargura; pero siempre hay un punto de resistencia. En el poema “El viejo profesor”, la autora enumera una serie de preguntas planteadas a un anciano maestro, ya cansado y decepcionado. «Le pregunté si era feliz a veces. // Trabajo / –respondió». Los últimos versos abren una grieta. «Le pregunté por el jardín y el banco en el jardín. // Cuando la noche es serena observo el cielo. / No deja de asombrarme cuántos puntos de vista hay ahí / –respondió».

En el discurso que pronuncio al recoger el Nobel, Szymborska contó su sueño charlando «con Eclesiastés, autor de un lamento estremecedor sobre la vanidad de toda empresa humana». Se trata del autor del libro homónimo de la Biblia, llamado también Qohelet. Tras inclinarse ante él, Szymborska le tomaba de la mano y decía: «Nada nuevo bajo el sol, has escrito, Eclesiastés. Sin embargo, tú mismo has nacido nuevo bajo el sol. Y el poema que has creado también es nuevo bajo el sol, ya que antes de ti nadie lo había escrito». Luego le hace notar que también son nuevos sus lectores, y el ciprés bajo el que está sentado, pues cada cosa es única. Y concluye: «El mundo, a pesar de cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su inmensidad y nuestra impotencia ante él, es asombroso». No hay nada ordinario, ni una nube, ni una piedra; cada persona concreta que existe sobre la Tierra es digna de suscitar asombro.