Pablo Picasso, "Los tres músicos" © 2023 Digital image, The Museum of Modern Art, New York/Scala, Florence

Picasso y Jacob. Dos amigos del alma

50 años después de la muerte de Picasso, recordamos la amistad que unió al pintor malagueño con el escritor judío surrealista Max Jacob, converso al cristianismo y del que Picasso fue padrino de Bautismo (Huellas, abril 2023)
Elena Simón

Dos artistas muy especiales mantuvieron una intensa amistad, decisiva para ambos, fueron el maestro Pablo Picasso (Málaga 1881-Mougins 1973) y el poeta y pintor bretón cubista y sorprendente Max Jacob (Quimper 1876-Campo de deportación de Drancy 1944), adelantado del surrealismo y dadaísmo, apasionado de la astrología y converso católico.

Inmersos en París en la vanguardia europea de las primeras décadas del siglo XX, ambos compartieron penurias, pobreza y alegrías desde 1904 en Bateau Lavoir –barco lavadero– como lo llamó Jacob, en el Montmartre parisino, donde vivieron con otros jóvenes entusiasmados: Van Dongen, Juan Gris, Modigliani, en un caserón de estancias compartimentadas, con un único caño de agua en el patio. Allí se encontraban con ellos el gran Matisse y Apollinaire, Leger, Braque… reconocidos artistas como ellos años más tarde.

Sabemos que el pintor, escultor, ceramista y grabador Picasso practicaba con frecuencia el género epistolar, pero apenas se conservan diez cartas de su gran amistad con Jacob. En 1903 desde Barcelona le decía: «Mi querido Max… ¿me escribirás a menudo, no?... Si puedo trabajar aquí me quedaré, pero si veo que no puedo hacer nada me largo a París… Adiós mi viejo Max, besos, tu hermano Picasso». En el anverso y reverso incluye dibujos que adelantan la que será su admirada “etapa azul”.

Cuenta Jacob en la prensa francesa –corría el 1927– en Recuerdos sobre Picasso, que se conocieron en 1899 cuando Pablo tenía 18 años, él cinco más y que el malagueño pintaba dos obras diarias. «Éramos niños tan perdidos como los demás». Una de las primeras amantes de Picasso, Fernande Olivier, recuerda los inicios de esa gran amistad en Picasso y sus amigos. Jacob fue quien sacó de la angustia en esos duros años a Pablo Ruiz, valorándolo y animándolo.

Dos circunstancias marcaron la vida de Max Jacob: la conversión al catolicismo y su detención por los nazis, como Edith Stein, por sus genes. Nació en una familia étnicamente judía, y se convirtió al catolicismo en 1909. Tuvo una visión de Cristo en una pared de su casa y otra en un cinematógrafo, mostrando desde ese momento una fe desconcertante para todos, que adornaba con sus bufonadas y comentarios, pero radical para él.

En la zona más alta de Montmartre está la basílica del Sacré-Coeur y nuestro poeta la frecuentaba. En especial la Adoración Perpetua de la Eucaristía, a la que asistía insistente y con estupor, celebrada desde 1885 hasta la actualidad sin interrupción ni en las guerras mundiales. Su pasión por el Cuerpo de Cristo se fraguó allí. «Soy un hombre rejuvenecido, hecho de nuevo por la eucaristía».

En 1911 publicó San Matorel. Autobiográfica, narra su historia profana y mística, y su conversión al catolicismo hasta la muerte. Con dibujos del cubismo analítico de Picasso, lo mismo que en El asedio de Jerusalén, la gran tentación celeste de 1914, un escrito celeste dramático.

Decidió bautizarse en 1915 en Nôtre Dame de Sion, con Picasso que no tenía fe como padrino. Sus raíces españolas le otorgaban, decía Max, una religiosidad segura. Y Pablo aceptó, y le regaló La Imitación de Cristo, de Tomás Kempis, con esta dedicatoria: «A mi hermano Cyprien, Max Jacob, en recuerdo de su Bautismo».

Tres años más tarde se casaba Picasso con la bailarina Olga Kokloba, en la iglesia rusa de París. Y testigos de su boda fueron Max Jacob, junto a Apollinaire y Cocteau.

«Piensa en Dios y trabaja», le decía Pablo a su amigo, y en sus escritos el misticismo se alterna con lo cotidiano y con la fantasía. Progresó en la vida «orando a Dios y creyendo en la belleza» y experimentando que la fe no le hace a uno inmune a la tentación y a la debilidad.

Tanto creyentes como no creyentes se mofaban de su conversión. En La defensa del Tartufo (del hipócrita, una de las acusaciones que le hacían) en 1919 escribe éxtasis, remordimientos, visiones, oraciones, poemas y meditaciones de un judío convertido con una escritura surrealista.

Además frecuenta desde 1924, con Jean Cocteau, los círculos cristianos de Maritain, corazón de la renovación cultural católica francesa, en los que eran aceptados judíos y homosexuales sin prejuicio. Al año siguiente ya está publicando en su revista El Junco de Oro.

Insiste en valorar al pueblo judío, en el que nació Cristo. Y el misticismo desborda su prosa poética. «¡Señor, me refugio en vuestras cicatrices!». «Se me pregunta dónde alojo mi alma, y es en este lugar, Señor: Tu Corona de Espinas. ¡Hacia ti! Yo avanzo a golpe de remo». Su mayor deseo era que su obra originalísima respondiera a su fe. Se alimenta del cristianismo original, de los primeros cristianos, de los apóstoles.

Considerábase un pecador reincidente. «Fui sodomita», decía en su madurez. «Mi vida es un tango, mi corazón un melodrama», lo que le creaba graves problemas de conciencia y miedo a condenarse, por lo que determinó abandonar París, y marchó al monasterio de Saint Benoît-sur-Loire, abadía de Fleury, que guarda los restos de san Benito de Nursia. Vivió allí como seglar de 1921 a 1927 en la abadía y de 1936 a 1944 en el pueblo, en la pensión de Mme. Persillard, pues los monjes se quejaban de que fumaba mucho y recibía demasiadas visitas.

Para los jóvenes poetas, en 1941, escribió recomendaciones sorprendentes: «Sea un alma de primera calidad. Sea cristiano, frecuente los sacramentos, confiésese, examínese. El examen de conciencia diario es el ABC de la literatura. Pasteur y Branly comulgaban todas las mañanas».

Ante la presión nazi inminente recibe en Saint Benoît, donde se encuentra protegido, la visita de Picasso que le propone regresar con él a París, Max no acepta. No se volverán a ver.

En 1944 conoce con sufrimiento que su familia ha sido deportada a campos de concentración, y también lo detienen a él. La gente se concentra cuando sale de casa, Max está tranquilo, les fue estrechando la mano con su humor. Pide por carta a sus amigos tabaco y fósforos. Y escribe al párroco de Saint Benoît: «Querido padre… estaré en Drancy en este momento. Tengo conversiones en curso. Confío en Dios y sus amigos. Le agradezco el martirio que comienza…», mientras canta cómicamente melodías de Offenbach a sus compañeros de prisión.

Picasso, enterado, dice: «No vale la pena hacer nada, Max es un ángel…». El malagueño, pintor “degenerado” y sin papeles, estaba en el punto de mira de los nazis, de quienes sufrió patadas, insultos y destrucción en su taller de Les Grands Augustins, como comparte en sus cartas.

Jacob murió a los pocos días de llegar a Drancy, de neumonía, antes de salir para Auschwitz. «Muerto por Francia», dirán en 1960.
Había pedido en su testamento ser enterrado en Saint Benoit-sur-Loire, y en 1949 su familia lo consiguió.