«Abiertos a los tesoros que el Misterio ha puesto en el mundo»

Discurso del Papa Francisco en la Sesión Plenaria de la Academia de Ciencias. ¿Cuál es la relación entre evolución y creación? ¿Y cuál es la tarea del científico? Porque la libertad implica una «responsabilidad vertiginosa»
Marco Bersanelli

Claras y liberadoras son las palabras que el Papa Francisco ha dirigido a la sesión plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, reunida estos días para discutir sobre “La evolución del concepto de naturaleza”. El tema subyacente es uno de los más delicados y fascinantes, esto es, la relación entre creación y evolución. Con un toque de sabia ironía, el Papa invitó sobre todo a liberarse de una imagen que siempre ha estado en cierto modo latente en el pensamiento común cuando se habla del acto de la creación narrado en el Génesis: «corremos el riesgo de imaginar que Dios haya sido un mago, con una varita mágica capaz de hacer todas las cosas». E insistió en que Dios no es un «demiurgo» que actúa sobre un «caos que debe a otro su origen». Él en cambio «creó a los seres humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia plenitud».

Es importante no perder de vista el alcance de estas palabras. El Creador no es un ser entre otros seres con poderes especiales (no es un mago, cito), Él es más bien la fuente misma del ser. Todo lo que existe tiene su raíz última en Él. Así, forma parte de la creación la capacidad de las cosas naturales de evolucionar en el tiempo, de cumplir su propia naturaleza. El devenir de las cosas, la evolución del universo físico es una historia que la ciencia poco a poco trata de descifrar, un extraordinario relato que se despliega a lo largo del tiempo. Pero el tiempo mismo, como decía san Agustín ya en el siglo IV, es criatura suya. No existe un instante de tiempo que no sea creado por Él. Igual que suyas son las leyes de la naturaleza, esas misteriosas «leyes internas que Él dio a cada uno», gracias a las cuales el universo físico ha mutado en el tiempo según una dirección evidente hacia una mayor complejidad y riqueza, para que las cosas «se desarrollasen, para que llegasen a su propia plenitud».

Por tanto no hay contradicción entre creación y evolución, como ya señalaron san Juan Pablo II y Benedicto XVI; no hay conflicto entre la ley física que «explica» científicamente ciertos fenómenos y el hecho de que esos fenómenos (igual que la ley que los «explica») son creados: «La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que evolucionan», dijo en una espléndida síntesis el Papa Francisco. Cada instante de la historia cósmica asume por tanto su humilde y noble significado: «la creación siguió su ritmo durante siglos y siglos, milenios y milenios hasta que se convirtió en lo que conocemos hoy». En efecto, son muchos los milenios de esta historia pero, como dijo Francisco en una reciente homilía anticipando estos temas, Él es «el Señor de la historia» y también de la «paciencia».

Resulta por tanto necesario hacer una distinción entre la criatura y el creador, una distancia que no significa de hecho una extrañeza sino que más bien es la condición de un abrazo: «Él dio autonomía a los seres del universo al mismo tiempo que les aseguró su presencia continua». Coinciden esta “autonomía” que Dios otorga a la criatura con el don de Su presencia, llena de preocupación por el destino y el cumplimiento de todo. Como sugería Dante, la relación de Dios con su creación es una mirada amorosa e incansable, «dentro de sí la ama / tanto que nunca de ella el ojo aparta». Es como una madre que observa con discreción a su hijo, donándole continuamente su presencia, amando su destino, deseándole todo el bien posible, pero sin sustituirle.

Si el Creador «da el ser a todas las cosas» –a las piedras y a las estrellas, a las flores y a los animales, en cada momento del tiempo de la historia del universo– también da el ser a nuestra pobre existencia en este instante. Al darnos el respiro y la vida física, nos da también ese deseo de amar, esa sed infinita de conocer lo que hay en el corazón de cada hombre. «Cuando, el sexto día del relato del Génesis, llega la creación del hombre, Dios da al ser humano otra autonomía, una autonomía distinta a la autonomía de la naturaleza, que es la libertad». En efecto, la libertad nos da otra autonomía, porque nos desvincula de las leyes de la naturaleza, aun sometiéndonos a ellas en cuanto seres corporales, porque a diferencia de las piedras y de las estrellas no estamos determinados como ellas.

El milagro de insertar la libertad en el universo mediante la criatura humana implica también una gran, vertiginosa responsabilidad. Al crear al ser humano libre, Dios «lo hace responsable de la creación, para que domine la creación, para que la desarrolle y así hasta el fin de los tiempos». El científico, de manera particular, está llamado a «interrogarse acerca del futuro de la humanidad y de la tierra» y a «construir un mundo humano para todos los seres humanos y no para un grupo o una clase de privilegiados».

En definitiva, nos invita a colaborar en la creación, para el bien de la persona humana, siempre abiertos a encontrar nuevos tesoros que el Misterio ha puesto entre los pliegues del mundo que nos ha donado. El Papa Francisco ha animado a los científicos a actuar movidos por la «confianza de que la naturaleza oculte, en sus mecanismos evolutivos, las potencialidades que corresponde a la inteligencia y a la libertad descubrir y poner en práctica para llegar al desarrollo que está en el designio del Creador». Es difícil imaginar una tarea más fascinante que esta.