Alexei Navalni (Mitya Aleshkovsky/Wikimedia Commons)

Navalni. Una rosa es para siempre

Lo que pasó en Rusia el 16 de febrero ha reabierto una herida a la que nos estábamos acostumbrando, poniendo delante de todos que «nada existe sin libertad». Tras la muerte del líder de la oposición, emerge la provocación que supone su vida
Giovanna Parravicini

Algo ha cambiado estos días en Rusia, algo que, a pesar de la tragedia que supone, nos permite volver a esperar. La muerte de Alexsei Navalni ha reabierto una herida que parecía que, un mes tras otro, iba anestesiándose lentamente. Lamentablemente nos acabamos acostumbrando a todo, incluso a una guerra que nos acaba pareciendo lejana y cuyas dimensiones reales no llegan a percibirse, al menos en la mayoría de las ciudades donde la vida se desarrolla con aparente normalidad. O bien se acaba diluyendo en consideraciones políticas sobre quién se equivoca o quién tiene la razón entre superpotencias mundiales que generalmente zanjan la cuestión con un mantra tranquilizante: «las cosas no están tan claras...», lo que te permite no posicionarte u optar por la postura más cómoda.

¿Qué cambió el pasado viernes 16 de febrero? De pronto nos encontramos delante de un hombre que ha dado la vida por lo que creía, y lo ha hecho conscientemente, desde que el 17 de enero de 2021 decide volver a Rusia desde Alemania, donde le habían trasladado de urgencia para tratarle tras un intento de envenenamiento. Allí le detuvieron ya en el aeropuerto y le impusieron varias condenas, la última el pasado mes de agosto, a 19 años de lager en régimen especial, donde pasó casi trescientos días en una celda de aislamiento.

Se puede discutir mucho sobre el Nalvani «político» y sus posicionamientos. Ciertamente, no todos estaban de acuerdo con los programas que presentaba, pero Navalni también fue un hombre que se puso en juego hasta el final, con toda su humanidad. Como expresaba, por ejemplo, un post publicado en Pascua de 2014, donde felicitaba a todos, con su lenguaje desenfadado –«ortodoxos y no ortodoxos, no creyentes y ateos»–, porque «creo que la Pascua podría llamarse la Fiesta de Todos, pues es infinitamente mejor que el año nuevo, amigos», decía tras su conversión, después de haber sido «ateo hasta los 25 años, y bastante militante».

Pensando en la Pasión de Cristo, sin censurar las preguntas y la perplejidad que pudiera provocar, pero fascinado por la nueva perspectiva que se le abría por delante, añadía: «¿Qué son todas nuestras “dificultades” y “problemas” en comparación con todo lo que tuvo que sufrir él? Pero el Bien, la Justicia, la Fe, la Esperanza y la Caridad salieron ganando (Sí, a mí también me resulta extraño que todas estas cosas se escriban con mayúsculas, pero ¿cómo escribirlas si no?). Y vencerán siempre. Hay una frase escrita en una lengua incomprensible que hoy se repite un millón de veces sin parar: “Cristo resucitó de entre los muertos, con la muerte venció a la muerte y dio vida a los que estaban en los sepulcros”. Feliz fiesta de la Resurrección a todos, creyentes y no creyentes. ¡Feliz fiesta de la victoria inevitable del Bien!».

Tal vez esta fuera la intuición que llevó de pronto, después de meses de pasividad, a miles de personas en todo el país a acercarse a dejar flores en pequeños altares improvisados en su memoria, desafiando la presencia de las fuerzas del orden e incluso el riesgo de ser arrestados (al que se han enfrentado casi 400 personas). A última hora de la tarde del viernes, mucha gente se reunió en la calle espontáneamente, caminando en la misma dirección, hacia Moscú, concretamente hacia la piedra procedente del monasterio-lager de Solovki, en la plaza de Lubjanka (cuartel general del KGB), y al «muro del dolor», el monumento a las víctimas de las represiones que se construyó en 2017. La rosa que llevaba cada uno era como una señal, el símbolo del mismo corazón que latía en cada uno, la misma verdad que se imponía ante cada uno. Se puede dar la vida por afirmar algo que vale más que la vida. No era una rabia impotente lo que se agitaba en sus almas, sino un estupor conmovido: que la humanidad pueda ser así de grande y valiente, y que en su nombre podamos reconocernos juntos, en el mismo camino. Se notaba la necesidad de mirarse, de reconocerse unidos, de tal modo que el cúmulo de rosas crecía continuamente, como una gigantesca flor roja sobre la nieve que se había convertido en su emblema.

Las rosas de Navalni me recordaban las cintas blancas de los «paseos de la libertad» que la gente ponía como señal de protesta tras el fraude electoral de 2011, pero sobre todo como señal de solidaridad y reconocimiento de una dignidad, verdad y libertad inextirpables ante cualquier régimen totalitario, de responsabilidad en la construcción de una sociedad civil a la altura del hombre. Parece que ha pasado una eternidad desde entonces, aquellos gestos que parecían inocuos ahora pueden costar la libertad y hasta la vida, manifestaciones que parecían lo más normal hoy parecen imposibles de realizar, muchos de los manifestantes de entonces han tenido que irse al extranjero… Sin embargo, esas rosas hablan de la llama que sigue ardiendo y el testimonio de un justo puede hacer de pronto que pueda volver a saltar la chispa.

Esas rosas me recordaban a otro post de Navalni sobre cómo salió del coma gracias a la presencia de su mujer. Porque en el fondo él es quien nos ayuda ahora a salir de nuestro “coma” cotidiano: «...Estoy acostado. Ya he salido del coma, pero no reconozco a nadie, no entiendo lo que está pasando. No hablo ni sé lo que significa hablar. Me paso todo el tiempo esperando a que ella llegue. No tengo claro quién es ella. No sé qué aspecto tiene. Aunque con una mirada desenfocada logro ver algo, no consigo fijar la imagen. Pero ella es distinta, para mí eso está claro, así que siempre la estoy esperando. Ella entra y se encarga de la habitación. Me coloca la almohada. No me habla con un tono suave de compasión. Habla alegremente y se ríe. Me cuenta cosas. Cuando ella está alrededor se van esas estúpidas alucinaciones. Con ella estoy muy bien. Luego ella se va y me pongo triste y vuelvo a esperarla. No dudo que haya una explicación científica para esto. Del tipo de que al captar el timbre de voz de mi mujer, mi cerebro emitiera dopamina y yo me sentía mejor. Cada vez que llegaba para mí era literalmente una mejora y el efecto de la espera reforzaba el de la dopamina. Pero por muy bonita que parezca esa explicación científica, ahora lo sé por experiencia: el amor cura y devuelve la vida. Julia, me has salvado, deja que lo pongan en los libros de texto de neurobiología».

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Si es cierto que existen realidades inmutables para la eternidad –y el juicio es una de ellas– cada rosa depositada en la nieve sobre la piedra de Solovki permanecerá para siempre. Cada una de ellas es un signo que remite a lo esencial, como otros muchos que, al surgir inesperadamente entre la trama de los acontecimientos, nos llenan de asombro y conmoción. Como, por ejemplo, el hecho de que Yuri Shevchuk, líder del grupo de rock DDT, durante un concierto en Astaná, capital de Kazajistán, dedicara a Navalni la canción Libertad y, recordando su muerte, dijera: «Él nos ha hablado de libertad a los rusos. Y lo ha hecho bien. Nos ha recordado que todos podemos ser libres en el mejor sentido de la palabra». Y añadió: «Porque la fe sin libertad es fanatismo, un fanatismo que puede ser bueno y bello. Pero el trabajo sin libertad es esclavitud, una esclavitud pesada, pesadísima. Y el amor sin libertad es despotismo. Nada existe sin libertad. Todo se acaba tiñendo de negro». Estas últimas palabras son literalmente las que había pronunciado unas semanas antes el padre Aleksej Uminskij (sacerdote ortodoxo reducido al estado laical por negarse a rezar por la victoria) para indicar la responsabilidad que tenemos cada uno de nosotros, de la que no podemos eximirnos sea cual sea la situación en que nos encontremos. Que desde un escenario una estrella de rock pueda repetir a miles de fans las palabras de un sacerdote ortodoxo significa que una palabra verdadera sigue su camino causando efectos inimaginables, que existen vínculos y proximidades dictadas por el corazón humano, que no se puede reducir a la telaraña de silencios y medias verdades que parece querer engatusarlo. Desde su prisión, Navalni podía afirmar que no tenía miedo y exhortar a todos a que no lo tuvieran porque había experimentado que el «amor cura y devuelve la vida», y también había intuido la existencia de un Amor más grande, escrito con mayúscula, que da sentido y fecundidad a todo sacrificio, y que genera unidad. En la persona y entre las personas. Siguiendo caminos imprevisibles pero verdaderos.