Estudiantes en el liceo Berchet de Milán (Ansa)

El toque humano

El impacto de la IA en la educación y sus consecuencias en el aprendizaje y crecimiento de los jóvenes. Así se desvela la esencia de la relación educativa
Alberto Chierici

En la era en que la Inteligencia Artificial se ha convertido en sinónimo de progreso inevitable, su incursión en el reino de la educación conlleva muchísimas posibilidades y desafíos. Y no solo impacta en los colegios, sino que extiende sus tentáculos hacia el tejido mismo de la vida familiar y social.
En primer lugar, hay que comprender qué es la educación. Este término, que deriva del latín e-ducere, significa sacar de. Esto sugiere que la educación no solo consiste en transmitir conocimientos, sino también en extraer el potencial innato en cada persona. Un concepto que ha evolucionado a lo largo de los siglos, adaptándose a los cambios culturales y tecnológicos.

Hoy la IA afirma haber “revolucionado” la educación. De los algoritmos de aprendizaje personalizado a los sistemas de valoración automatizados, promete eficiencia y una experiencia educativa a medida. No entraré a valorar si la personalización prometida y la mayor implicación de los alumnos son efectivamente posibles, me limitaré a observar que, en cierta medida y en ciertas disciplinas, lo son. Mientras que en muchas otras todavía no, aunque nos guste pensarlo. Tenemos programas informáticos que son más divertidos que nuestros profesores y más eficaces y económicos a la hora de enseñar matemáticas o historia a nuestros hijos, ¿pero eso es lo que queremos realmente? ¿Automatizar la didáctica? ¿Sustituir a los profesores? ¿Ese es el verdadero progreso?

Las investigaciones que Jonathan Haidth, filósofo moral americano y profesor en la Universidad de Nueva York, ha dedicado al impacto de las redes sociales en la salud mental de los jóvenes ofrece un caso de estudio muy significativo. Subraya la doble naturaleza de la tecnología a la hora de moldear las mentes jóvenes. Ya está más que demostrado que, a grandes rasgos, el efecto de las redes sociales en la sociedad ha sido negativo. Mientras ampliaban las posibilidades de comunicación y conexión, perjudicaban a generaciones enteras provocando casos de depresión y golpeando duramente a la autoestima y al pensamiento crítico. Las intuiciones de Haidht ofrecen una lente que nos permite ver las principales consecuencias de haber adoptado la tecnología demasiado deprisa y conocer sus riesgos en una etapa de la vida donde educación y crecimiento personal van estrechamente unidos. Además, como señalaba un estudio reciente realizado por la Universidad de Stanford, deberíamos desconfiar del llamado “tecno-solucionismo”, es decir, la convicción de que la tecnología puede resolver todos nuestros problemas cuando en realidad tiende a simplificar excesivamente cuestiones complejas y a descuidar un juicio humano.

Hace poco, un tuit de Haidth me hizo pensar en un tema sobre el que he llamado muchas veces la atención en el colegio de mi hijo, intentando convencer al director de que los alumnos están demasiado expuestos (y demasiado pronto) a la tecnología. Cada alumno tiene su iPad, la mayor parte de los deberes se hace en internet o en una aplicación. ¡Y mi hijo empezó a hacer todo esto cuando solo tenía seis años! El tuit de Haidth marca una tendencia muy discutida hoy en Silicon Valley (Sam Altman: «Me obsesiona este problema»): todos los grandes logros tecnológicos han tenido pioneros e inventores veinteañeros (Bill Gates y Steve Jobs fundaron Microsoft y Apple cuando tenían veinte años, igual que Mark Zuckerberg y Larry Page con Facebook y Google), mientras que los últimos logros, como Uber, OpenAI y DeepMind, tienen fundadores entre 30 y 40 años. Parece que nos hemos saltado una generación entera de grandes talentos creativos. De hecho, muchas veces le digo al director del colegio de mi hijo que yo soy millennial, parte de la generación de Altman, Hassabis y Zuckerberg, los que inventaron esas plataformas tecnológicas que hoy están tan extendidas. He diseñado productos tecnológicos y empresas (a menor escala) y me dicen que para aprender informática, innovación y creatividad, debería usar el iPad desde los 6 años… Los resultados de nuestra generación no dependen de la tecnología que teníamos en clase. Ahora, la rápida adopción de la tecnología ha transformado las aulas, sustituyendo a la pizarra con tiza por una pantalla táctil y un ordenador. Recordando una visita a mi antiguo instituto, me pregunto si esas herramientas fantásticas son la esencia de la educación o hay algo más profundo.

Esto nos lleva a la raíz de la cuestión. ¿Qué significa educar? La perspectiva de Luigi Giussani es especialmente aguda. Para él, la educación es más que una simple transmisión de conocimientos, es «introducción en la realidad total». Es un proceso de crecimiento del alma humana, algo que va intrínsecamente más allá de las capacidades de la IA, que por muy avanzada que pueda ser, vive confinada en su programación, privada de la capacidad de inspiración, empatía e interacción con el alma humana a un nivel más profundo.

La verdadera esencia de la enseñanza –como pude constatar en un seminario que tuve hace poco con profesores de colegios católicos del vicariato de Arabia del Sur– va íntimamente ligada a la relación entre educador y alumno. Este taller proponía un pequeño experimento: con las herramientas de la IA los profesores preparaban una clase para ver si el “público” adivinaba qué parte era fruto de su trabajo y qué era lo que venía de la IA. Era evidente que, independientemente del uso de ChatGPT, el arte de enseñar transciende a cualquier herramienta. Por supuesto, bienvenido sea el hecho de poder aliviar a los profesores de todo lo que les aparte del núcleo de su trabajo (burocracia, relaciones institucionales, elaboración de programas…). Pero el corazón de la cuestión se juega por completo en la relación humana.

Mientras observaba cómo luchaba mi hijo con el aprendizaje online durante la pandemia, percibí la dolorosa evidencia de los límites de la tecnología en la educación. La falta de una relación humana –un estudio de Yale muestra la diferente actividad neuronal en las relaciones online en comparación con el cara a cara– sacó aún más a relucir la importancia del toque humano en el aprendizaje, y el lujo que supone la libertad de elección para educar. No todas las familias tienen los medios necesarios para la educación en casa o el acceso a la tecnología.

Hace 22 años, mi profesor de matemáticas nos explicó el experimento de Galileo Galilei en un plano inclinado, mezclando temas de gravedad con filosofía de la ciencia y nuestro lugar en el universo. Su enfoque trascendía los límites de las materias tradicionales, fusionando las matemáticas con la historia, la ciencia, la literatura y la filosofía. Esa experiencia educativa holística, hecha de relación y pensamiento crítico, contrasta totalmente con el panorama educativo basado en la IA y apoyado por los magnates de la tecnología.

La enseñanza, que está muy arraigada en mi familia (casi todos son o han sido profesores), consiste en cultivar un espacio donde los alumnos se sientan cuidados e implicados en una relación. La relación es vital y es algo que ninguna máquina puede replicar. Me lo recordaba un amigo profesor, que hace poco le decía a mi mujer: «Enseñar es un trabajo afectivo». John Haugeland es un filósofo moderno que escribió mucho sobre IA en los años 80, en un periodo histórico en que se la publicitaba como ahora, pero enseguida se topó con el llamado “invierno de la IA” a finales de los 90 porque no mantenía sus promesas.
En esta nueva era, el camino a seguir no pasa por sustituir a los profesores por IA, sino por generar una colaboración donde se armonice la tecnología con ese toque humano. Se trata de utilizar la IA para mejorar la enseñanza, sin oscurecer ese arte sin tiempo y sin relaciones humanas, que constituyen su esencia. El objetivo fundamental no es alcanzar una enseñanza “eficiente” sino convertirla en una experiencia humana cada vez más verdadera.

Recordando a mi profe de matemáticas, está claro que el verdadero valor de la educación reside en la interconexión entre asignaturas y el desarrollo de la moralidad y el pensamiento crítico. Debemos afrontar el desafío de preservar esos aspectos tan valiosos de la educación, integrando al mismo tiempo los progresos tecnológicos. La IA podría ser capaz de personalizar el aprendizaje, pero no puede sustituir el sello tan duradero que un profesor tan fantástico dejó grabado en mi vida y en mi investigación científica. Sus clases iban más allá de la didáctica, eran lecciones de vida sobre la perseverancia, el pensamiento crítico y la comprensión de un mundo interconectado.

El uso en clase de herramientas como ChatGPT ha abierto un debate sobre la integridad de la didáctica y sobre el papel de la IA en el aprendizaje. Si bien se podría usar para embarullar, también supone una oportunidad para enseñar el pensamiento crítico. Puesto que la tarea de un educador consiste en introducir a los alumnos en la realidad total, la cuestión es que aprendan a conocer esas herramientas, su funcionamiento y sus límites. Es decir, a usarlos de una forma apropiada. El método lo impone el objeto. Debemos enseñar a utilizar la IA como una herramienta para mejorar el trabajo humano, no para sustituir su pensamiento ni su creatividad.

Pensando en el futuro, la IA puede apoyar y mejorar la experiencia educativa. Además, puede animar a los educadores a valorar críticamente si sus metodologías se adaptan a los tiempos frente a la competitividad de las herramientas tecnológicas. Profesores e IA pueden trabajar en tándem para ofrecer un ámbito de aprendizaje más dinámico y personalizado, pero manteniendo la esencia humana de la educación. El desafío pasa por encontrar un equilibrio, aprovechando las ventajas de la IA y preservando al mismo tiempo ese toque humano insustituible que siempre ha sido el corazón de la educación.