Emmanuele Massagli

La cuarta revolución

La relación entre sociedad, trabajo y desarrollo tecnológico en la época de la Inteligencia Artificial. «¿Qué es lo verdaderamente novedoso respecto al pasado?»
Emmanuele Massagli

El debate sobre la relación entre sociedad, trabajo y tecnología se remonta a la noche de los tiempos. Si nos fijamos en la época contemporánea, podemos pensar en el fenómeno del ludismo en las primeras décadas del siglo XIX en Inglaterra, durante la primera revolución industrial como reacción de los artesanos a la incorporación de las máquinas de hilar. La segunda revolución industrial aceleró indirectamente la organización internacional de los movimientos obreros (no todos necesariamente socialistas, a pesar de que estos tuvieran después más fortuna historiográfica) para contrastar el poder creciente de las grandes empresas y de las lógicas de mercado más economicistas. La tercera revolución industrial vino acompañada por una conciencia cada vez mayor del problema ecológico y de los movimientos sociales de oposición, incluso violenta, a la globalización y a fenómenos relacionados con ella, como el desplazamiento de las industrias a países con menores costes laborales y fiscales.

Los sociólogos identifican la fase actual como “cuarta revolución industrial”, la época de la llamada Industria 4.0, por citar otro término de uso ya muy común, caracterizada por la omnipresencia de internet (conexión perpetua y el internet de las cosas) y la accesibilidad de la Inteligencia Artificial. Como las anteriores, esta etapa también va acompañada por preocupaciones de cara al futuro laboral o, mejor dicho, el destino de los trabajadores. Muchos expertos leen con cierta suficiencia los documentos sindicales, científicos y de ciertas instituciones internacionales relativas a la creciente incorporación a las empresas públicas y privadas de robots (que no hay que concebir necesariamente como máquinas humanoides, sino que suelen ser “simples” software) para sustituir la tarea de personas de carne y hueso. «El progreso tecnológico, si bien por un lado hace que ciertas profesiones queden superadas, también genera otras nuevas que aún no conocemos»: es otro argumento muy habitual. En efecto, el número de investigaciones que concluyen con previsiones pesimistas de cara al futuro se puede equiparar con la cantidad de estudios que llegan a conclusiones contrarias. Esta ambivalencia es uno de los riesgos de la literatura científico, cada vez más hiper-especializada (y por tanto incapaz de una lectura del contexto global) o excesivamente atraída por el “previsionismo”, que garantiza el éxito mediático.

Conscientes por tanto del carácter imprevisible de lo que estamos diciendo, más aún en un ámbito tan sujeto a la evolución como la tecnología, conviene observar lo que ya es efectivamente inédito hoy respecto al pasado.

La Inteligencia Artificial se ha convertido en el tema de nuestras conversaciones, no porque antes no existiera, sino porque desde hace unos años se ha hecho accesible gratuitamente (casi) para todos, aparte de ser fácil de usar (pensemos en el omnipresente ChatGPT). Esto permite que personas sin conocimiento técnicos también pueda crear con cierta agilidad artefactos comunicativos que difícilmente se pueden distinguir de los diseñados por seres humanos, basta con pedirle a un ordenador o a un smartphone que haga una tarea, sin necesidad de compilar complejas secuencias de programación (lo que se llama “inteligencia artificial generativa” o prompt-based). Aún más comprensible es nuestro estupor al observar que los modernos bot basados en IA no solo ejecutan tareas, sino que también son capaces de interpretar el lenguaje humano e incluso “estudiar”, es decir, aprender mediante los principios del machine learning (ML).

Gracias a estas características que solo he enumerado, por primera vez las “máquinas” no solo pueden sustituir a la figura ejecutora (hilanderas de la primera revolución industrial, obreros no especializados en la segunda o grabadores de datos en la tercera) sino que también puede hacer trabajos creativos, intelectuales y organizativos. Por eso ha vuelto a surgir con fuerza el miedo a la destrucción de empleo humano, que ya no solo es la trama del cine de ciencia ficción sino objeto de nuestros pensamientos en la almohada.

Más allá de los miedos más extendidos, de momento no existe ninguna Inteligencia Artificial capaz de replicar (o mejorar) la variedad de actividades que puede desempeñar una persona; pero existen sistema de automatización e informáticos capaces de desarrollar actividades precisas y limitadas con más eficacia que cualquier persona. Los retos que esto supone se pueden identificar de forma muy sintética: orientar a los trabajadores de carne y hueso hacia tareas que requieran rasgos de personalidad (sobre todo, competencias de naturaleza no cognitiva) que la IA no posee, dejando a las máquinas las labores con menor valor añadido; acompañar esa transición dejando que prevalezca la sostenibilidad social del cambio sobre la económica, garantizando que nadie pierda su empleo y su nivel de renta mediante el redescubrimiento de la importancia de la formación de adultos, políticas de empleo y ayudas a los más vulnerables; considerar también la dimensión ética como ingrediente fundamental de la evolución de la IA, junto a los aspectos de naturaleza técnico-informática, regulación pública (privacy, copyright, etc.) y costes económicos.

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A medida de que los estados vayan creando sus propios observatorios y comisiones técnicas, encargados de no perder las riendas de la IA en el largo periodo que supone una evolución ordenada de la relación entre el ser humano y la máquina, esto solo será posible si no olvidamos que «la singularidad de la persona» no se puede identificar «con un conjunto de datos» y que a pesar de la aparente perfección de las máquinas “inteligentes”, «el fin y el significado de sus operaciones continuarán siendo determinadas o habilitadas por seres humanos que tienen un propio universo de valores» (Mensaje del Papa para la Jornada mundial de la Paz del 1 de enero de 2024). La pérdida de esos valores es lo que nos expone a competir con los robots, más que la velocidad de la evolución tecnológica.