Una niña juega con una muñeca en el puente junto a la nave Vulcano (Foto Alberto Reggiori)

Un médico entre las heridas de la guerra

El testimonio de Alberto Reggiori, cirujano de misión en la nave Vulcano para atender a los palestinos que salen de la franja de Gaza
Alberto Reggiori

Toda la culpa la tiene la radio. Yo iba en coche de camino al hospital donde trabajo cuando una noticia me iluminó. Estaban informando de que la nave hospitalaria Vulcano de la marina militar italiana había atracado a unos kilómetros de Rafah, en la costa egipcia, y prestaba asistencia médica a los heridos que llegaban desde la franja de Gaza. Desde el 7 de octubre, la guerra en Palestina es el tema central en todos los informativos y en muchas de las discusiones entre amigos y compañeros, una cuestión que preocupa y pesa. También pesa el hecho de no poder hacer más que hablar de ello hasta cansarse, sobre todo cuando se cae en discusiones sobre uno y otro bando. ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivoca? ¿De qué parte estar? Solo tengo una respuesta: sin duda, del lado de quien sufre. Lo más sincero me parece que es la oración personal y silenciosa por la paz, y sobre todo por el destino de los que lloran y mueren. En medio de tanta inhumanidad, ¡todo pide desesperadamente salvación! Pero tras oír esta noticia no podía dejar que, como médico, también podía implicarme personalmente y saltar a la arena en vez de quedarme mirando cómodamente desde el balcón. ¿Por qué no?

El deseo de que mi vida sea útil no me abandona, es una urgencia difícil de acallar que me empuja a posicionarme. Esto, seamos sinceros, vale para todos: ¡querer ser útil! ¿Por qué no? Lo hablé con mi mujer y algún amigo y me apoyaron, así que no era una locura. Por fin me decidí y escribí un mail un poco al azar, hasta que me llegó una respuesta derivándome a la Fundación Francesca Rava de Milán, que gestiona y organiza los equipos de profesionales sanitarios, médicos y enfermeros, que acompaña a los militares. Me hicieron una entrevista y me aceptaron.

Enseguida se aceleró toda la programación y en poco tiempo estaba ya en un vuelo militar. Todavía me sorprendo por el hecho de estar ya aquí, amarrado ante este agitado mar egipcio, con la guerra a unas decenas de kilómetros. Aunque toda sombra de violencia parece lejana cuando el sol se pone tras el puente de los helicópteros mientras se dibuja la silueta de los niños ingresados jugando con sus muñecas y sus balones sobre el cielo anaranjado. Por fin los más pequeños empiezan a sonreír con sus juegos y sus pijamas de Spiderman o Frozen. Es el momento más tranquilo de la jornada. Tal vez porque ya llega a su fin o quizá porque recuerda al hogar.

En la nave nos preparamos para la noche. Los pacientes que no están encamados son acompañados o llevados en silla de ruedas a las salas comunes. Es el momento de la cena, la terapia y las llamadas, a menudo en vano, a los seres queridos que siguen dentro de la franja de Gaza o quién sabe dónde, desde Qatar hasta Europa. Los mediadores los ayudan con alguna tarjeta telefónica o con sus móviles. Los militares también llaman a casa, algunos para felicitar el cumpleaños de su madre, otros para conectarse en video con sus hijos o enviar un beso a su mujer. Para los pacientes palestinos también es la hora de la nostalgia y la tristeza porque el infierno del que acaban de salir sigue existiendo, les persigue, no les abandona tal fácilmente y volverá a aparecer enseguida en sus sueños y en sus pesadillas nocturnas.

Hamed tiene 15 años y llegó aquí solo. Perdió a su madre y a sus hermanas. Su padre quería acompañarle pero lo detuvieron en la frontera de Rafah, donde israelíes y egipcios dejaban salir exclusivamente a mujeres y niños heridos. El joven llegó hasta nuestra nave en una ambulancia egipcia y fue ingresado a bordo. Ahora un enfermero empuja su silla de ruedas durante una hora para cruzar el puente y que pueda respirar este aire transparente mirando el mar. Le amputaron la pierna izquierda y en el quirófano que han montado a bordo le hemos cerrado el muñón, que habían dejado abierto como un libro en quién sabe qué hospital y en qué condiciones. Aquí también le han tratado algunas fracturas que tenía en la mano derecha.
Cuando intento identificarme con él y con lo que siente, nunca llego muy lejos, renuncio enseguida. Todo pide salvación, sigo repitiendo, a mí mismo y a quien pueda responderme. ¿Qué le queda en la vida? Lo que puede sentir un chaval sin familia, que ha perdido a su madre y a sus dos hermanas, su casa, una pierna… es inimaginable. Anoche una crisis de pánico no le dejaba respirar, fuimos corriendo a su cama, nos miraba aterrorizado. Los continuos intentos de contactar con su padre por teléfono al fin dieron algún resultado. Le insiste en que resista, que no se rinda, es casi una orden. Aquí la figura paterna goza de un respeto y una estima indiscutibles, es un modelo de vida.

Adhija es una corpulenta y sonriente profesora de ciencias naturales de 44 años que ha sufrido un traumatismo en ambas piernas, por suerte leve, por lo que solo tiene contusiones. Subió a bordo con sus dos hijos, de 5 y 7 años, pálidos y desnutridos. En el poco inglés que puede hablar, me contó que su marido ha perdido a toda su familia, más de diez personas, por un misil que cayó en su casa. Ella estaba fuera con sus hijos y ahora no quiere volver a Gaza, aunque él siga allí. Dice que sus hijos son demasiado valiosos para ponerlos en peligro, vinieron al mundo después de cuatro abortos consecutivos, así que fueron muy deseados. «No, no quiero perderlos». Mientras no haya paz no quiere oír hablar de la posibilidad de regresar. Ha conseguido que la evacúen con sus hijos a Qatar. Mañana se van y sus hijos se han puesto a saltar en la cama al saber que mañana subirán a un avión. Es la primera vez que vuelan los tres. Después de una última revisión a sus piernas, me da las gracias y antes de despedirnos me pide que le enseñe una foto de mi familia. La mira con asombro y comenta que ha encontrado gente muy buena aquí, tanto civiles como militares, y que yo podría ser su padre pues la he tratado como a una hija. Me pilla por sorpresa, le aprieto fuerte la mano mientras sus hijos me piden chocar los cinco.

Al día siguiente llega una niña en un nuevo convoy de ambulancias, del que bajan pacientes que van entrando en la tienda de triaje. Gracias a los intérpretes escucho su historia mientras recogemos los datos esenciales y luego pasan a la nave. Los que pueden andar suben acompañados la larga escalera, a los demás los subimos en camilla como si fueran náufragos rescatados en alta mar. Se prepara el quirófano para algunas heridas que llegan abiertas o infectadas, y para impactos de metralla que se ha quedado enquistada, así como otros tratamientos. Todo el personal médico, militar y civil, se prodiga con una generosidad sincera, nadie ahorra energías, veo al director médico barriendo el suelo y a un médico llevando a un paciente al baño. Ese ímpetu de bondad nace de nuestra parte más verdadera. Ante las necesidades de los demás, cada uno da lo mejor de sí mismo.

Los relatos de los pacientes se parecen de forma impresionante: una jornada de guerra, tan desesperada como otras pero destinada a ser inolvidable, pues arrasa violentamente su mundo, de pronto estalla un esplendor seguido de un ruido atronador. Luego, oscuridad. Hay quien ya no despertará, o quien no sabe dónde está. Otros despiertan pero no recuerdan nada, se encuentran en un hospital frenético, rodeado de gente que corre y grita entre los escombros de un edificio que se ha derrumbado. A medida que van tomando conciencia, se dan cuenta de lo que ese fogonazo se ha llevado: una pierna, un brazo, parte del tronco. Un shock que anestesia los demás sentidos y sensaciones, ¿es una película o la vida real? Cuerpos que salen entre esas trampas de ruinas y escombros, heridas curadas a toda prisa, y el dolor que empieza a hacerse notar, carreras en ambulancia o en una camilla desvencijada. Preguntas angustiosas sobre la suerte de sus seres queridos. Luego, poco a poco, para cada uno empieza su via crucis, del que desconoce tanto el trayecto como la meta. Cuerpos y almas indisolublemente dañados y marcados. Ya habrá para siempre una vida antes y después del gran fogonazo de luz.

Walid, 19 años, nos cuenta que se despertó durante la noche en su casa de Gaza oyendo el zumbido de drones, a los que llaman mosquitos, temidos por todos como anunciadores de la muerte. Compartía su habitación con otros siete familiares que dormían en colchones improvisados. Un destello y un estruendo sacudió los edificios adyacentes y también el suyo. De pronto estaba rodeado de escombros, dos plantas más abajo, afortunadamente tuvo la audacia de sacar un brazo para dejarse ver. Se ahogaba con la boca llena de tierra y polvo, pensaba que tenía los minutos contados, por fin los servicios de emergencia lograron sacarlo, pero justo entonces alguien apagó el sol. Al día siguiente despertó en el hospital lleno de heridas y quemaduras cubiertas con vendas. Y con anemia por toda la sangre que había perdido. Le informaron de que de los siete familiares que estaban con él, solo quedaban tres con vida. Ahora se pregunta qué hacer para continuar con sus amados estudios de ingeniería, pues la universidad ha desaparecido. Sus padres se han quedado dentro de la franja, en un campo de refugiados. Dentro de unos días un avión le recogerá para comenzar una nueva vida en Qatar, ¿cuándo volverá a verlos?

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Esta misión de socorro es el signo de que aún queda un resto vital y humano que conoce el significado de la palabra misericordia; aún nos quedan unos días, luego ya se verá cómo garantizar la asistencia a los pacientes, sobre todo a los niños. Para mí está siendo un impactante encuentro con el dolor inocente. Mirarlo a los ojos tan de cerca te hace sentir mal porque es justo lo contrario de la vida, resulta insoportable. Pero si Dios lo ha aceptado no será inútil, tal vez solo sea inútil para quien nunca lo haya visto. Si, como dicen por aquí, es mejor prevenir que curar, no tiene sentido engañarse y perder el tiempo preguntándonos dónde estaba Dios. Él sin duda estaba en su justo lugar, la única enfermedad que conviene prevenir es la maldad humana.