En Daca (Bangladesh) hay cortes de agua por la sequía (Kazi Salahuddin Razu/NurPhoto via Getty Images)

Ecología integral. Contra el individualismo

La emergencia ambiental va unida a las migraciones, la explotación, el desempleo y la lucha por los recursos, que desencadena conflictos y genera pobreza. Una entrevista con la profesora Simona Beretta
Maria Acqua Simi

No es fácil hablar de transición ecológica. Y no lo es porque existe un alto riesgo de caer en polarizaciones o estereotipos que poco o nada ayudan a entender de qué estamos hablando. La lucha por los recursos del planeta que desencadena conflictos y genera pobreza y migraciones, el empobrecimiento de los bienes de la Tierra, el paro juvenil y sus dramáticas consecuencias no son temas aislados entre sí, sino que están profundamente conectados. Más allá de los muchos males que afectan al mundo, explica Simona Beretta, profesora de Políticas económicas internacionales en la Universidad Católica de Milán, hay una percepción equivocada de nuestra relación con el Misterio. ¿Una abstracción? Por supuesto que no. «Actualmente, plantearse el problema de la transición ecológica, del cuidado de la creación, ya no es algo que podamos dar por descontado porque nos concebimos solo como individuos, y nos cuesta sentirnos miembros de una comunidad. Pensamos que el mundo, los demás, son algo absolutamente alejado de nosotros, así como la política y las instituciones. Sin embargo, la apertura católica, la apertura a lo universal es un rasgo que se puede y se debe educar».

¿A qué se refiere cuando habla de “apertura a lo universal”?
En sus Pensamientos improvisados, Andrei Siniavsky habla de un campesino que se para bajo las estrellas en la inmensa llanura rusa, las mira y se santigua. En ese momento –dice Siniavsky– ese hombre tiene un vínculo con el universo incomparablemente más significativo que alguien que se acomoda en su diván con sus botines de piel de importación checa a fumarse un habano. La globalización no consiste en fumarse un habano. La verdadera percepción del mundo se tiene cuando eres capaz de mirar las estrellas. Identificarse con la experiencia de los demás es la única herramienta que tenemos para entender la pobreza, las migraciones, el empobrecimiento de los recursos de la Tierra. Y luego, en la medida de lo posible, actuar. Estamos llamados a salir de nuestra burbuja.

Simona Beretta es profesora de Política económica internacional en la Universidad Católica de Milán

Somos ocho mil millones de personas sobre la Tierra, pero el acceso a los recursos está extremadamente descompensado.
Vivimos en un mundo muy poblado y el porcentaje de jóvenes es el mayor que se ha registrado en la historia. Más del 40% de la población mundial tiene menos de 24 años –más de tres mil millones de personas– y se concentra en el sur del Mediterráneo. Eso es algo muy bueno, pero la situación es problemática. El desempleo juvenil, laboral e intelectual, es una realidad en todas las latitudes. Los que deberían suponer los recursos humanos más brillantes y vivos se han quedado apartados de la construcción del mundo, mientras que la norma que rige es la gerontocracia. Y aparte del aspecto demográfico hay otro dato decisivo: no todos tienen garantizado el acceso a los bienes materiales. La mayoría de la población no tiene acceso a la alimentación, la sanidad, la participación social y política. Falta trabajo y eso genera enormes desigualdades de oportunidades concretas para participar dignamente en la vida.

El tema de la falta de empleo se oye en todas partes.
No podemos pensar que una sociedad puede desarrollarse sanamente si la gente no tiene trabajo. ¿Cómo se crea empleo? No hay recetas. Se puede crear renta de forma falsa, pero no trabajo, y ahí es donde el hombre expresa su derecho y su deber de participación. La dignidad humana pasa por poder trabajar. Una de las investigaciones que estamos haciendo se titula Working out of poverty y es un proyecto que estudia cómo salir de la pobreza mediante relaciones estables de acompañamiento. Pensemos en la diferencia que hay entre una entidad que solo haga asistencialismo y otra que en cambio se haga cargo de la persona en su totalidad, animándola a moverse frente a una propuesta realista y razonable. Aún recuerdo una frase preciosa de monseñor Eugenio Corecco, muy amigo de don Giussani, que se lee en la fachada de una oficina de Cáritas en Suiza: «El pobre siempre es más que su necesidad». Ahí está todo. No resolveremos la pobreza, el desempleo o el problema ambiental de forma tecnocrática o moralista. Debemos preguntarnos con realismo cuáles son los nexos que hay entre la pobreza y el medioambiente, por qué el ambiente se degrada o se recupera; debemos estudiar la diferencia sustancial que existe entre el asistencialismo y la promoción de la capacidad de autosuficiencia de las personas para que sean protagonistas.

¿Existe una forma equilibrada de afrontar estos problemas a nivel socio-económico?
No hay soluciones fáciles. El primer principio que hay que recuperar es la dignidad de la persona, eje fundamental de la enseñanza social cristiana y de la Doctrina social de la Iglesia. Vivir en una comunidad es parte esencial de la dignidad de la persona porque le da la posibilidad de participar en el bien común y construir el mañana. Solo que vivimos en una época en la que hemos aplastado el horizonte temporal: el futuro nos asusta pero no entra en nuestra autocomprensión del presente, de lo que significa para nosotros trabajar o consumir. No tenemos ni idea de cómo iniciar los procesos de cambio.

¿Y cómo se hace?
Estamos acostumbrados a los plazos muy cortos, a la reacción instantánea, instintiva, emocional y no a identificarnos con un universo más grande que nosotros, con una realidad económica, social y política más grande que nuestros pequeños intereses. Así que solo afrontamos pequeños problemas con herramientas de tipo tecnocrático, con un uso fragmentado de la ciencia que ya no sabe mantener unidas todas sus partes. Por ejemplo, ya no sabemos en qué consiste realmente el trabajo universitario, cuando antes las universidades eran el lugar donde en cierto modo se buscaba una comprensión unitaria del mundo. Construir nexos es el gran trabajo que el campesino ruso hacía contemplando las estrellas en la llanura, y nos toca a cada uno. Otro ejemplo, relacionado con la transición ecológica: parece que ya no se puede recorrer el camino del conjunto, es decir, el multilateralismo. Es una constatación muy realista que nos lanza el mensaje que el Papa preparó para la Cop28 del pasado diciembre. También dice que esta generación debe sentar las bases de un nuevo multilateralismo, saliendo de los particularismos nacionales y también de la aridez de debates estériles que oscilan entre el catastrofismo y el negacionismo climático. Es un cambio necesario, pero «no hay cambios duraderos sin cambios culturales» (Laudate Deum, 70).

¿Se puede educar a todo el mundo en la transición ecológica?
Por supuesto, ¡se debe! Siguiendo con la Cop28, el mensaje de Francisco para la inauguración del Pabellón de la Fe afirma que el drama climático es un drama religioso, cuya raíz está en la presunción de autosuficiencia de la criatura. El encuentro entre comunidades religiosas en nuestro mundo plural es una forma realista de actuar en favor de un cambio cultural. Miremos al mensaje cristiano –que es todo menos moralista (“debes ser vegetariano”, “debes gastar poca agua”, “debes consumir poca energía”)– cuando nos recuerda que hay un sentido, que hay un destino común que no es ajeno a nuestra experiencia personal. Estar arraigados en la realidad y tener la certeza del destino nos permite trazar un camino. La conciencia de dónde estamos y cuál es nuestra tarea nos permite caminar, no importa lo complicados que sean los problemas, porque todo está conectado. El método del camino es el de la dignidad humana. Cualquiera que nos encontremos es destinatario del don de Dios, que nos ha hecho a todos a su imagen. Lo es el migrante que se lanza a la travesía del Mediterráneo y lo es el que huye de su tierra desertificada artificialmente para extraer tierras extrañas. Desde este punto de vista, la Fratelli Tutti es muy potente y llega a tocar un tema decisivo para la transición: el principio de la destinación universal de los bienes.

¿Qué significa eso concretamente?
La propiedad privada es un concepto muy bonito, pero solo dentro del horizonte de la destinación universal. Hoy el hombre trata de acapararlo todo: recursos y hasta las estrellas. Parto de una pregunta muy banal: ¿de quién son las piedras preciosas que se encuentran en África? De los poderosos. De ahí nacen las guerras, de una pretensión sobre la realidad. Vivimos inmersos en lo que el papa Francisco llama «paradigma tecnocrático»: miramos la realidad como un objeto, ya no sabemos ver el misterio del que está hecha. Solo puede haber solución dentro de una fraternidad, que es nuestra identidad más profunda. La verdadera justicia, es decir, dar a cada uno lo suyo, nace de ahí. Pero atención: hace falta un juicio, sin juzgar la realidad estamos perdidos.

¿Qué quiere decir?
El juicio implica el compromiso total de la persona, de su inteligencia y de su corazón, delante de la realidad. Eso es lo que dice la Caritas in Veritate, una encíclica que seguirá siendo cierta dentro de cien años porque tiene la sencillez de afirmar que Cristo es el principio que mueve el desarrollo de la persona y el desarrollo de la humanidad. Los problemas del mundo los resolvemos partiendo de esta capacidad, de este deseo, al menos, de mantener unidos inteligencia y amor.

Pero los esfuerzos individuales, ¿no corren el riesgo de resultar insuficientes?
No, nunca. Esos gestos son los que cambian la historia. Pongo dos ejemplos. El primero se refiere a Dorothy Day, que decía: «Quiero un realismo religioso. Quiero que haya alguien que rece para ver las cosas como están y para hacer algo al respecto». En su vida no todo estaba en orden, pero ella tuvo esa intuición, yo diría esa conciencia, de que los pobres existen y había que ayudarlos. ¿Y qué hizo? Usando su corazón y su inteligencia, abrió su casita y allí, no en otra parte, empezó a escribir la revista The Catholic Worker y a acoger a los pobres. Debemos pedir entender cuáles son las causas de la pobreza, del malestar, pues de lo contrario solo ofreceremos remedios paliativos.

¿Y el segundo ejemplo?
Un detalle de la Laudate Deum que me ha llamado la atención. En el punto 38 dice que si los pueblos se encuentran (pienso en las grandes tradiciones religiosas) será posible un multilateralismo “desde abajo” y no solo decidido por las élites poderosas.

Volvamos a la transición y sus consecuencias. Las instituciones también tienen su papel. ¿Cómo debemos afrontarla en Europa? Si nos fijamos en la cuestión de las migraciones, por ejemplo, no hay muchos acuerdos entre países.
Redescubriendo la tarea de este continente extraordinario. Figuras como Schumann, Adenauer y De Gasperi –y ahí reside su genialidad– han interpretado el sentido del pueblo, el sentido radical de la fraternidad que es la clave de Europa. Una Europa que ha podido vivir, a pesar de todas las guerras, un entendimiento común ligado a la certeza (hoy perdida) de que somos hermanos porque somos amados por Dios. El famoso sociólogo belga Leo Moulin trató de entender cómo habían evolucionado las instituciones y la tecnología en Europa y sus estudios son fundamentales para entender la dirección que debemos tomar. Era un gran forofo de los cistercienses, que fueron los primeros en intuir que hacían falta elecciones democráticas (para elegir al abad), estudiaban nuevas tecnologías y su genialidad no solo dio como frutos cerveza y mermelada, sino también los caminos que conectaban Europa. Despreciamos este patrimonio si pensamos que Europa es un problema de equilibrios de poder. Europa, según Moulin, es grande porque históricamente siempre ha estado abierta al otro, a recibir nuevos flujos de personas distintas, con “invasiones” que fueron generando poco a poco formas originales de convivencia. No olvidemos que la Europa de los monasterios cultivó y custodió la tierra de una forma verdaderamente armónica. Siervos de Dios, dueños de la técnica y no súbditos de la tecnocracia. La deriva tecnocrática nos ha privado en cambio de la capacidad de entrar con total cordialidad en la experiencia del otro. Pero solo esta última mirada puede cambiar la organización social y también la capacidad de innovar, de crear instituciones, de hacer política, de preparar procesos de cambio virtuosos y de pensar en una transición ecológica a gran escala.