Un momento de la fiesta de Navidad de la comunidad de CL en Moscú

Moscú. «¡Está cerca! ¡El Señor está aquí!»

En Rusia, el 25 de diciembre es un día más (la Navidad se celebra el 7 de enero), pero la comunidad de CL quiso organizar una fiesta con testimonios, cantos y vin brulé para amigos católicos y ortodoxos
Alexandra Shilova

Desde hace unos años la comunidad de Moscú organiza la fiesta de Navidad el 25 de diciembre. No es nada obvio, pues en Rusia no es día festivo (allí la Navidad se celebra el 7 de enero). A veces, como el año pasado, el 25 coincide con el fin de semana, pero este año la fiesta caía en lunes, día laborable, y la pregunta era si tendríamos fuerzas porque la segunda quincena de diciembre es una época muy intensa y agotadora para todos. Al final, un pequeño grupo de amigos decidió hacerse cargo. Algunos se pasaron media jornada preparando un aperitivo para 70 personas y otros pensaron el programa.

Cuando nos juntamos para discutir el contenido de la velada, una amiga comentó: «Me pregunto qué espero yo esta Navidad, qué es lo que más quiero: la paz. Es evidente que muchos la esperan y que no es algo nuestro, la paz es de Cristo y es muy diferente de como la concibe el mundo, como vimos claramente en el diálogo de nuestra comunidad con el cardenal Pizzaballa a primeros de diciembre. ¿Cómo unir su testimonio de paz con los frutos de la Encarnación de los que habla el Cartel de CL?».

Mientras escuchaba, me venía a la cabeza el rostro sonriente del párroco de Gaza, el padre Gabriel Romani, cuya entrevista acababa de leer en Huellas. Y muchos otros rostros de personas amigas y desconocidas sobre las que leo en la web del movimiento, esa «nube de testigos» que nos ha acompañado durante todo el año, empezando por Jone Echarri. Verdaderamente, el misterio de la Encarnación no es algo lejano porque brilla en sus rostros, lo podemos experimentar en la vida de aquellos para los que Cristo es el objeto supremo de su amor. Ellos nos testimonian esa nueva forma de ver –con los ojos de Jesús– que atraviesa la oscuridad y la fatiga de las circunstancias para llegar a lo más profundo de la realidad. Justo por eso tiene que ver con la necesidad de paz, de justicia y felicidad. Entonces se me ocurrió proponer que mostráramos a todos esos rostros radiantes, que hiciéramos oír sus historias, afirmando precisamente el misterio de la Navidad: que el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne por piedad y so cambia a la gente hoy, cambia nuestra mirada ahora.

Así que en la primera parte de la velada contamos la historia de algunos de ellos: Jone, el padre Gabriel, un marido que perdió a su mujer y luego se «enamoró de Cristo», una mujer que afirma que la única consistencia, suya y de su marido, que sufre una grave enfermedad, es Jesús; una joven madre y gran amiga que salió de Ucrania con su familia y al llegar a Italia descubrió la enfermedad que sufría su segundo hijo y que, después de meses de incomprensión y confusión, dio comienzo a su diálogo con Dios… Historias muy diferentes y al mismo tiempo muy parecidas porque todas muestran cómo Cristo se hace carne en la vida cotidiana y nos gritan: «¡Está cerca! ¡El Señor está aquí!», como cantamos con palabras de Claudio Chieffo.

Esta buena noticia es lo que todos necesitamos. Después de los testimonios empezó el aperitivo y las conversaciones entre nosotros y muchos de los invitados que se acercaban a darnos las gracias, impactados y conmovidos. Un amigo, cura ortodoxo, que lleva varios años participando en nuestra fiesta de Navidad, decía: «Casi no me parece Navidad, sino más bien Semana Santa», porque cada vez se encuentra con más gente que sufre por heridas profundas y dificultades muy graves. Luego añadió: «Pero es verdad que en la noche más oscura la luz de las estrellas se ve mejor». Esa luz fue lo que más impactó a su mujer, que nos decía: «Gracias, necesitamos oír estas historias. En nuestra tradición estamos acostumbrados a pensar que el bien, la felicidad, llegará en la otra vida, quién sabe cuándo. Pero es muy importante, es vital, ver que ya existe, que sucede ahora». Nos contó que su padre no estaba convencido de venir por ser lunes y tener mucho que hacer, pero ella le insistió: «Debemos ir, ¡hace falta!».

Entre los invitados había mucha gente que no pertenecía a la comunidad, algunos desconocidos que alguien había invitado. Otros, sin embargo, vienen siempre. Nada más entrar en nuestro centro cultural, dos horas antes de empezar, vi a una familia de amigos ortodoxos con su hijo pequeño mirando los libros. A ella la había visto otros años, así que le pregunté si venían a la fiesta. «No, hemos pasado por casualidad, pero la verdad es que esperábamos veros en vuestra fiesta». Así que esperaron las dos horas, y se quedaron en parte de la fiesta, aunque tuvieron que irse antes porque viven fuera de Moscú y tenían que usar el transporte público. Otra amiga, también ortodoxa, vino con toda su familia y, como todos los años, preparó vin brulé para todos. Entre lo que vinieron por primera vez había una pareja joven, amigos de una de la comunidad. Estaban muy sorprendidos: «No pensábamos que en Moscú hubiera un lugar así. Ahora la gente huye de las relaciones, ¿cómo es posible esta unidad, esta comunión? ¿Qué tiene en común toda esta gente?». Otro joven amigo trabajó hasta tarde y no llegó hasta las once de la noche, cuando ya estábamos recogiendo. Pero se alegró mucho de llegar a tiempo para vernos y nos ayudó a sacar las mesas.

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Después del postre cantamos unos villancicos, algunos todos juntos y otros preparados por el pequeño coro de la comunidad, un intento muy irónico, pero muy sincero, pues para los ensayos Pietro iba una o dos veces al mes hasta Novgorod, que está casi a 600 kilómetros de Moscú. La alegría de la Navidad es un milagro: cantando en ruso, inglés, español, italiano, latín… se percibía una unidad increíble, como si no existieran barreras lingüísticas. El último canto, Gaudete, interpretado a cuatro voces, volvía a afirmar Su presencia carnal, que se puede tocar y experimentar entre nosotros: «¡Está cerca! ¡El Señor está aquí!».