Don Giussani en el campamento de verano de Bachilleres en 1961 en Passo di Costalunga (Archivo Fraternità CL)

Los jóvenes y el ideal. Un camino hacia el destino

Algunos fragmentos de Don Giussani que ayudan a profundizar en el artículo de Davide Prosperi publicado en el "Corriere della Sera" del 24 de diciembre
Luigi Giussani

«Juntémonos por algo más grande que nosotros mismos»
(...) Ideal y utopía no son lo mismo. Utopía es una palabra que representa, para los intelectuales, lo que para los jóvenes el sueño. La utopía tiene, además, la desventaja de estar llena de presunción; el sueño tiene por lo menos algo de melancolía, lo que —decía Dostoievski—es mejor que muchas «satisfacciones». Pero, tanto el sueño como la utopía nacen en la cabeza, de la imaginación. En cambio, el ideal es el centro de la realidad. El ideal es lo que satisface el impulso del corazón, algo infinito que se realiza en cada instante. Como un camino que tiene una meta grande, y tú al caminar paso a paso, haces que esté presente ya. Así también cambia el ideal la vida momento a momento. Puede cambiarla a los sesenta años de manera más sugerente que a los veinte, porque el ideal se hace más evidente, más potente. (...) La palabra Dios es igual a Ideal. Escribía Gratry, ese gran filósofo francés del siglo XIX, que todo ideal verdadero remite a Dios. El ideal se distingue del sueño en que nace de la naturaleza, nace en el corazón del hombre. Por eso no traiciona. Síguelo, pues no te traicionará. Sueño y utopía te llevan en cambio fuera de la vida.

(...) Afortunadamente, no nacemos solos y no caminamos solos hacia el destino. En la montaña, cuando no sabes el camino, acepta la indicación del guía, acepta al otro. Os lo ruego: no seáis tan escépticos que renunciéis a manteneros juntos, y no seáis tan sordos y obtusos que os juntéis sólo por cosas inmediatas. Lo inmediato, o es un paso hacia el destino, o es una tumba. Todo se vuelve asfixiante como entre cuatro paredes, aunque parezca grande; Leopardi llama «habitación» al mundo. Pero el hombre es un ángulo abierto al infinito. Así que juntémonos por algo más grande que nosotros mismos. Que haya siempre esta lanza en el costado que nos empuje: el amor al ideal, al destino.
De L. Giussani, Los jóvenes y el ideal: El desafío de la realidad, Ediciones Encuentro, Madrid 1996, p. 25-30

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(...) Pero me gustaría, más bien, clarificar y contraponer otros dos términos: sueño e ideal. El corazón está hecho para el ideal. El sueño vacía la cabeza, después de haberla llenado de nubes. El ideal lo dicta la naturaleza y emerge con el paso del tiempo si se siguen las indicaciones que la naturaleza lleva consigo. El ideal es ante todo una indicación de la naturaleza: por ejemplo, la exigencia de amor o la exigencia de justicia. Tú no te equivocabas al hacer lo que hacías por pasión por la justicia; errabas al identificar como respuesta a la exigencia de justicia lo que tú te imaginabas. Porque la justicia implica relaciones que establece la naturaleza. No nos hemos hecho nosotros, no nos hacemos nosotros; las exigencias que nos urgen dentro de nuestra personalidad no las hemos construido nosotros.
Tú puedes construirte cierta imagen de la justicia. Pero esta imagen —que es lo que tú has llamado sueño— si no tiene en cuenta las indicaciones de la naturaleza, no se realizará y te quedarás desilusionado, es decir, engañado. Desilusión deriva de una palabra latina que significa «ser engañado»; somos nosotros los que podemos engañar nos al jugar con nosotros mismos. Ilusión es otra forma de la misma palabra; somos nosotros los que nos podemos ilusionar y desilusionar, «jugando» con lo que nos da la gana en lugar de obedecer.

(...) Seguir nuestros sueños quiere decir que con el tiempo uno convertirá en cenizas todo lo que se trae entre manos. Parece bello mientras lo tenemos, pero luego se hace cenizas. (...) El ideal, por el contrario, indica una dirección que no establecemos nosotros; la establece la naturaleza. Siguiendo esta dirección, incluso con esfuerzo o yendo contra corriente —como nos recordó el último manifiesto de Pascua-, el ideal, con el paso del tiempo, se realiza. Se realiza de un modo distinto al que uno se imagina; siempre distinto y cada vez más verdadero. Cuando uno, a los cincuenta años, mirando hacia atrás, se dice a sí mismo: «¡Afortunadamente tuve aquel encuentro! Ahora comprendo las cosas con una verdad que los demás no alcanzan a tener».

(...) Pretender alcanzar ya la felicidad en la vida es un sueño. Vivir la vida caminando hacia la felicidad es un ideal. Por eso, tú, al haber regresado al camino, te has puesto en condiciones de gozar de las cosas, de entenderlas y de usarlas con una pureza y con un gusto que tu compañero no puede ni lejanamente imaginar. En efecto, tu amigo está obligado a llamar felicidad a una instintividad que se quema en seguida. De hecho, él tiene que multiplicarla sin cesar porque continuamente se quema. Tú, sin embargo, no tienes la impresión de que las cosas se quemen. Hora tras hora, día tras día -uno lluvioso y otro con un sol espléndido- tú comprendes que construyes, que haces camino hacia tu destino.

(...) Ese destino es Misterio. No puede describirse ni imaginarse. Lo establece el mismo Misterio que nos da la vida. Vivir la vida como vocación significa tender hacia el Misterio a través de las circunstancias por las que el Señor nos hace pasar, y respondiendo a ellas. Tú te has encontrado con esta compañera; sigue aquello a lo que esta buena relación te invita: cada vez entenderás más. Ello te dará que sufrir, pues querrás, quizá, algo que no te será dado, que no podrás aferrar en ese momento. Pero si obedeces a la invitación que esta buena relación te ofrece, te encontrarás más a ti mismo, serás más hombre que antes. Antes no querías tanto ahora quieres más, justamente por el sacrificio. La vocación es caminar hacia el destino abrazando todas las circunstancias a través de las cuales te hace pasar el destino.

Pero hay algo fundamental. El destino del que yo nazco y al que tiendo, mi principio y mi fin, se ha convertido en Uno de nosotros. Se sentaba en los pupitres de la escuela, se reunía con la gente de su pueblo y de la ciudad de Jerusalén. Este destino tiene un nombre en la historia: Jesucristo. Por eso, la vocación consiste en aceptar todas las circunstancias para obedecer, adherirse y realizar lo que Cristo quiere de ti.
Cristo es algo sin lo cual el hombre y la realidad entera desaparecen, quedando tan solo el breve impacto del instante -placer o dolor- que el tiempo convierte en cenizas. Sólo con Cristo construimos, en todas las circunstancias, momento a momento -ya se trate de momentos de error y de debilidad o de fuerza y de entrega.

(...) El destino, es decir, el ideal, es lo más presente que hay. Pues, en efecto, lo que eres en este momento tiene consistencia por el ideal, tiene consistencia por el destino; de otro modo se desvanecería y el tiempo lo haría cenizas. Así que lo que crece en ti crece por el destino, aunque no te des cuenta de ello. Y la tragedia de la vida es olvidar el destino, la relación con Cristo. ¿Hay algo que nos ayude a recordarte a Ti, oh Cristo, Tú que eres nuestro destino, y que nos sirva para afrontar la tragedia de nuestra rebeldía? Nuestra compañía; ella es lo que impide el olvido y nos recupera después de cada rebelión. La tragedia de la vida no es que se puedan cometer errores; lo dañino no son los errores, sino la mentira. Mentira es no reconocer el destino tal como es, en la existencia histórica que ha asumido al hacerse hombre. Nuestra compañía ha nacido de aquel hombre y está unida por él. En un diario de mucha difusión, del que he leído con horror algunas páginas, se habla de «buscar una verdad lo más cercana posible a lo verdadero». Pero, ¿cómo? La verdad existe o no existe. Una «verdad más cercana a lo verdadero» es una mentira. «Yo soy el camino, la verdad y la vida»: Cristo lo dijo sabiendo que por esto le matarían.

(...) Tu felicidad radica en que la vida tiene un destino último y es un camino. La compañía es el conjunto de personas con las que tú caminas hacia el destino, hacia la meta. Si abandonas esta compañía olvidarás tu destino, porque entonces se te nublará la imagen y el deseo de él. Sin compañía, nadie conocería a Cristo. Él, para darse a conocer a ti y a mí, ha creado una compañía; primero doce personas, después setenta, luego centenares, miles y cientos de miles. Y nos ha alcanzado así a nosotros; como nos sigue alcanzando ahora. Aquí, entre nosotros, la presencia más imponente y más grande, que nadie puede arrancar o disminuir -pues todos podríamos morir, pero esta presencia se impone inexorablemente-, es Cristo.

(...) Con Cristo ya no perdemos nada. Ni siquiera los errores se pierden, pues se convierten en un bien, se transforman en dolor, se traducen en amor. Por eso, la palabra que abarca todo lo que Dios es para el hombre, la palabra más grande que se pueda utilizar en la comunidad, la señal más incisiva de que la compañía es verdadera, es la palabra perdón o misericordia. Incluso el mal se transforma en bien, hasta la muerte se torna vida, convirtiéndose en el paso a la vida sin fin.

(...) Tenemos que llevar a todas partes esta nueva humanidad que permite al hombre amar al hombre. Es mentira que se ame si no se ama el destino del otro. Mientes cuando dices a tu novia «Te quiero» si no deseas que se afirme su destino. En cambio, si afirmas el destino de tu novia, inmediatamente asumirás frente a ella una actitud de discreción, de devoción, de admiración, de -dejadme decir la palabra- pureza. Aplicad esto también al estudio, a la relación que tenéis con vuestros padres y con todos vuestros compañeros: se trata de una humanidad nueva, más pura, de una humanidad más humana.
De L. Giussani, Los jóvenes y el ideal: El desafío de la realidad, Ediciones Encuentro, Madrid 1996, p. 56-68