Lukasz Popko

Si Dios te pregunta

La Biblia como lugar de preguntas y no de preceptos. Dos expertos desvelan el secreto del verdadero diálogo. Lo cuenta Lukasz Popko, monje polaco que da clase en Jerusalén
Stefano Filippi

La Biblia como un lugar donde Dios hace preguntas al hombre. Ese es el original enfoque del libro Preguntas de Dios, preguntas a Dios. En diálogo con la Biblia, publicado por la Libreria Editrice Vaticana con prólogo del papa Francisco. A menudo los textos sagrados se ven como un catálogo de respuestas o mandamientos más que como una conversación entre Dios y el hombre, y aquí cambia la perspectiva. Los autores del libro son dos brillantes monjes dominicos que conocen a fondo los textos sagrados, el inglés Timothy Radcliffe, experto insigne al que la Universidad de Oxford ha otorgado el título de Doctor of Divinity, y el polaco Lukasz Popko, profesor de la École biblique et archéologique de Jerusalén. Hablamos con el padre Lukasz sobre esas preguntas.

¿Cómo surge este enfoque?
En realidad, la constatación de que la Biblia plantea preguntas importantísimas llegó al final. Mis conversaciones con Timothy empezaron de un modo bastante sencillo. Durante el Covid, todas las semanas nos pasábamos una hora hablando de las Escrituras, preparando nuestros sermones. Y de esa experiencia de diálogo –y por inspiración de Timothy– surgió la idea de un libro sobre el diálogo en la Biblia. Solo al final nos dimos cuenta de que el diálogo es posible porque hay preguntas. El verdadero diálogo exige una pregunta verdadera. Lo que nos permite avanzar es una pregunta adecuada o bien formulada. Y las respuestas abren nuevas preguntas.

Recuerda a una frase del teólogo Reinhold Niebuhr: «No hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta no planteada».
Pero se plantea. En mi experiencia docente, gran parte del esfuerzo pedagógico consiste en crear espacios donde los estudiantes puedan hacer preguntas. Solo se puede avanzar en el conocimiento con la conciencia de no saber, con la experiencia de una carencia, una ignorancia, algo que no se comprende. Quien crea que ya lo sabe todo es un iluso.

¿No es paradójico que Dios tenga preguntas? ¿No lo sabe todo?
Las preguntas de Dios sirven para preparar un diálogo. Es una pedagogía para despertar la curiosidad del hombre, o para hacer que salga a la luz. Pongamos que usted tiene un amigo que está mal, él lo sabe pero es incapaz de decirlo. Una pregunta tan banal como «¿cómo estás?» le ayuda a pronunciarse sobre sí mismo, y esa auto-revelación a base de preguntas y respuestas le permite entender mejor quién es. El diálogo no solo tiene valor informativo sino también relacional. Funciona aunque diga cosas obvias, como el “te amo” de un hombre a una mujer. Es algo que ella sabe, pero decirlo lo reaviva. No es mera información, sino algo mucho más profundo. Que Dios haga una pregunta hace que el hombre descubra algo de sí mismo y crea una cierta intimidad.

¿Aunque sean cosas obvias?
¡Sobre todo! La mayoría de nuestras charlas espirituales no contiene novedades teológicas. La Navidad, por ejemplo, siempre es la misma, pero debe narrarse siempre porque es la única manera de volver a vivirla. Cuando se juntan familiares lejanos, se cuentan las mismas historias del pasado porque eso hace que la familia siga viva. El valor de esos diálogos está en crear una relación.

Los dos primeros capítulos del libro se centran en las preguntas de Dios a Adán («¿Dónde estás?») y a Caín («¿Dónde está tu hermano?»). Ambos responden poniéndose a la defensiva. Adán se esconde para justificar que está desnudo, mientras Caín dice que no es el guardián de Abel. Muchas veces el hombre se siente atado ante el Omnipotente, ¿qué es lo que permite una relación libre?
Creo profundamente que un diálogo, aunque sea con alguien que se esconde, ya es un inicio. No es toda la verdad, pero es suficiente para entablar una relación. Dios se conforma con lo poco que le puede dar el hombre. Un niño de cinco años no tiene todo el lenguaje filosófico necesario para describirse a sí mismo, igual que muchos adultos no conocen a fondo su corazón. Los apóstoles de Emaús descubrieron quién era el que tenían delante más o menos a la vez, titubeantes en medio de la conversación. Dios dice: ok, acepto, empecemos a recorrer un tramo del camino juntos, incluso después del pecado. En nuestra experiencia humana, el diálogo presupone una lejanía. Cuando estoy cerquísima de alguien a quien amo no hablamos, somos felices y no necesitamos palabras. Esa es la profundidad del misticismo, y también del eros. En el momento de la unidad más profunda se calla. Hay un momento para el diálogo y un momento para el silencio, y el diálogo es un momento dinámico que nos conduce hacia ese silencio de comunión más profunda a lo largo de un camino.

De modo que el diálogo es importante aunque sea imperfecto.
Lo que importa es caminar en la misma dirección. La comunión no llega al final, no solo se habla cuando nos entendemos. Por eso Dios va hacia donde se encuentra Adán. Está a la defensiva, se esconde entre los árboles, en la mentira o en la manipulación, no tiene el coraje de reconocerse a sí mismo, pero Dios sale a su encuentro igualmente y poco a poco logra restablecer la conexión y la confianza perdida.

El padre Radcliffe cita en el libro el lema de la Academia dominica de Ciencias Humanas de Bagdad, «aquí ninguna pregunta está prohibida». ¿Con Dios tampoco hay preguntas prohibidas?
Jesús grita en la cruz: ¿por qué me has abandonado? Es una pregunta, su pregunta al Padre. Una pregunta muy dramática que puede sonar paradójica. ¿Es posible que Dios abandone a su hijo? Pero es una pregunta fundamental, y es una pregunta que crea comunión. ¿Por qué no estabas? ¿Por qué estás lejos? Pero si te hablo significa que estás, que expreso mi dolor y hasta mi cólera porque creo que tú estás y me estás escuchando. De hecho, es el inicio de la resurrección.

Las preguntas de la Biblia son muy lineales, casi elementales: «¿Dónde estás?», «¿A quién buscáis?», «Simón, ¿me amas?». ¿Qué nos dice este estilo tan directo de Dios?
En el fondo se podría decir que Dios tiene algo en común con los sabios y con los niños. Los más pequeños hacen las mismas preguntas elementales que los filósofos. Pero tal vez las preguntas más sencillas son también las más fundamentales y difíciles de responder. ¿Qué es la vida? ¿Quién me ha hecho? ¿Quién soy? Muchas veces los adultos nos distraemos con muchas cosas, nos centramos en los detalles y perdemos de vista lo que importa de verdad. De vez en cuando, necesitamos algo o alguien que nos devuelva lo esencial. Con sus preguntas, Dios dirige nuestra mirada a lo más profundo de nuestro ser, como hacen los niños o los filósofos. A los adultos nos cuesta la sencillez. Tal vez, después del pecado original, nos cuesta recuperar la integridad de nuestra persona, mantener unido nuestro ser: mente, corazón, emociones, relaciones…

Estamos divididos.
Nos falta el vínculo entre esas realidades tan distintas. Dios nos sale al encuentro y nos da este vínculo. Uno de los mandamientos de Jesús es amar a Dios «con toda el alma». Creo que nuestro problema está en el «toda», en esa unidad de la persona que nos devuelven las preguntas de Dios. Si no recuperamos esa totalidad, en el fondo no seremos nadie.

Se refiere a la condición del hombre actual…
Creo que es un riesgo para cualquiera. En el siglo XVII, el filósofo francés Blaise Pascal encontró la imagen del rey que, con todo su poder, siempre necesita distracciones para no ser «más infeliz que el último de sus súbditos». Ahora el peligro ha crecido porque, con más riqueza y tecnología, todos tenemos infinitas posibilidades para no pensar en las cosas más importantes.

El último diálogo del libro es entre dos hombres de Iglesia, los apóstoles Pedro y Pablo. No aparecen ni Dios ni Jesús, y más que un encuentro es un desencuentro que al final se recompone. Radcliffe y usted hacen una comparación con la Iglesia actual. ¿Cómo se puede discutir abiertamente desde posiciones opuestas sin hacerse daño? ¿Dónde está el punto unitario?
Comentamos la Carta a los Gálatas. Pablo se encontró con Pedro una primera vez y ya entonces discutieron, pero ahora Pedro ha cambiado de idea. ¿Cómo es posible dialogar con uno que primero dice “A” y luego “no A”? ¿Quién eres tú? En el fondo, Pedro tenía un buen motivo: buscar la comunión con sus hermanos. Y tal vez este sea el reto del papa Francisco: construir un puente. Lo que hay que señalar es que Pedro y Pablo, en su conflictividad, tienen la misma actitud que Dios tuvo con Adán: plantear una pregunta y seguir dialogando sin perder ni la confianza ni el coraje, aunque el diálogo no sea ideal.

En el prólogo del libro, el papa Francisco escribe: «Creo que Dios ama más las preguntas que las respuestas». ¿Qué valor tienen entonces las respuestas?
Que permiten seguir confrontando. Vemos que una discusión ha sido buena cuando, al terminar, nos gustaría seguir hablando. El riesgo es cuando el conflicto se vuelve casi un ritual y la discusión no permite dar pasos. En los mandamientos no aparece: “No os enfadéis”. Amar es mucho más profundo que estar callados y fingir que todo va bien. Desde ese punto de vista se entiende lo que dice el Papa. Sin embargo, hay preguntas que manipulan. Por ejemplo, las que planteaban a Jesús los fariseos para dejarle en mal lugar o para tenderle una trampa. Pero Jesús no se retira, aun sabiendo que iban a por él. Es como un partido de tenis: uno golpea para que el adversario falle. A veces Dios juega con nosotros, golpea la pelota y responde aunque nosotros no sepamos jugar para que el partido continúe.

¿Dios no se escandaliza de ninguna pregunta de los hombres?
De ninguna. Es cierto que a veces no responde de forma directa. En la noche de la Pasión, Jesús no respondió a las preguntas de Herodes ni de Pilatos. Ese es el silencio de Dios. Pero callar también es una manera de responder. Se puede hablar con la mirada y dejar al interlocutor un espacio para juzgar. A veces Dios responde años después o de manera inesperada. Lo importante es que la relación siga viva. La fe es tener la certeza de que Dios responde siempre.