Una villa de Buenos Aires

En las villas, la comunidad combate al virus

El miedo a la epidemia en los suburbios de Buenos Aires, entre la pobreza y la imposibilidad de aislarse. Allí, un grupo de sacerdotes se hace cargo de la gente. Lo cuenta el padre Charly Olivero
Monica Poletto

El padre Charly Olivero es un cura villero, un sacerdote que vive en la “Villa 21”, al sureste de Buenos Aires. Las villas son barrios muy pobres que rodean la capital, penetran en ella y también están presentes en el resto del país, donde viven cientos de miles de personas. En cierto sentido se parecen a las favelas de Brasil. Pero en estas pobres tierras también está profundamente arraigada la presencia de los curas villeros y sus muchos amigos, que desde hace décadas conviven con la gente en las villas.

El método de estos sacerdotes, que nace del mandato recibido por el papa Francisco, puede resumirse como “recibir la vida como viene”, recibirla y acompañarla “cuerpo a cuerpo”, porque cada vida es diferente. Vivir juntos favorece eso que el padre Charly llama «la pedagogía de la presencia». Una permanencia que se abre al tiempo, que desvela a la persona en una perspectiva integral, con el designio bueno que el Misterio tiene para ella.



De este método han nacido muchísimo –casi más de doscientos– hogares de Cristo, lugares donde «nadie esté solo, donde se sientan amados y puedan amar», y encontrar el coraje para emprender la vía de salida del consumo de drogas, uno de los flagelos de estas villas.

En este momento de pandemia, que el coronavirus pueda llegar también aquí preocupa mucho a los curas. En contextos tan superpoblados, sin posibilidad de aislamiento, con una red de servicios sanitarios inexistente, el virus podría difundirse de manera exponencial. Por eso, hay que prepararse, partiendo de lo que la villa es, con esa concreción tan amada por la familia de los hogares de Cristo. Porque, señala el padre Charly, «la abstracción genera fragmentación, respuestas incompletas, que no abrazan a la persona ni la realidad por lo que son en su integridad».

Les hemos pedido que nos cuenten cómo se están preparando, cómo tratan de prevenirse y ayudar a su gente. «En las villas hay muchísima gente viviendo en espacios pequeños. Viven normalmente de lo que ganan cada día, por lo que necesitan salir de casa, de lo contrario, no hay para comer. Además, no pueden abandonar su casa porque la casa que uno ocupa no tiene derecho alguno de propiedad. Es de quien vive en ella, si la deja, otro podrá ocuparla. Por tanto, cualquier intento de prevenir la difusión del coronavirus debe partir de esta situación tan particular para no resultar totalmente inadecuado e ineficaz».

Sobre todo, para que la gente no tenga que salir, es importante que pueda comer. Por eso favorecemos los comedores comunitarios donde repartir comida que se puedan llevar a casa. Mucha gente se ha ofrecido voluntaria para preparar bolsa de comida, repartirlas, cocinar. Porque los curas villeros no quieren realizar planes asistenciales que vengan desde arriba y que llevan implícito un juicio negativo sobre la persona a la que se “asiste”. Su método se fundamenta más bien sobre el compartir, la vida en comunidad.

Por tanto, quien debe quedarse en casa se queda. Quien puede ayudar lo hace, intentando tomar todas las precauciones que esta pandemia mundial hace necesarias también en Argentina. Entre ellas están las mascarillas artesanales que han empezado a producir y distribuir gracias a la ayuda de obras sociales italianas y a los tutoriales preparados por los amigos argentinos. «Al problema de la comida hay que sumar el de la superpoblación», continúa el padre Charly. «Podría poner en peligro sobre todo a los grupos más vulnerables, los ancianos. Por ello, las capillas y los hogares se han transformado en lugares donde grupos de ancianos pueden alejarse de sus familias y vivir juntos, en compañía de otras personas que se aíslan con ellos y les atienden. La comunidad les proporciona comida y medicinas». Los ancianos que viven solos, en cambio, no pueden dejar sus casas porque se arriesgarían a no poder volver a entrar. De modo que les llevan a casa bienes de primera necesidad.

Luego hay mucha gente que vive en la calle, sin refugio en el que protegerse. Para ellos también se han pensado lugares donde puedan estar. Las personas que enferman con síntomas serias son llevadas a los hospitales. «Para los muchos con síntomas leves, que en cambio son difícilmente asumibles por el sistema sanitario y podrían contagiar a muchísima gente, se han creado lugares de aislamiento», explica el padre Charly. «A ellos también se les proporciona comida y asistencia a domicilio».

Lo que podría parecer una gigantesca maquinaria organizativa no es más que una comunidad que se pone en marcha, que se hace cargo de sus miembros más vulnerables, que intenta responder a los problemas de pocos o muchos en la villa: ya sea hambre, droga o pandemia. Pero Charly sabe que en la villa la pandemia parece algo lejano. La limitación de los contactos personales resulta extraña en un tejido cultural constituido de relaciones humanas cálidas y profundas.

Pero los años de convivencia han generado confianza. Dentro de esa confianza es más sencillo explicar, tratar de acercar a los interlocutores un problema que se percibe pequeño en comparación con los desafíos que afrontan diariamente para vivir en la villa. «Aparte de acompañamiento, connatural a la pastoral de la Iglesia, también hemos tenido que contemplar la dimensión profética, la que indica y evidencia problemas y aspectos de la realidad. Es una dimensión muy presente en la teología latinoamericana y cuenta entre sus referentes con san Juan Bautista, que grita en el desierto. Nos hemos dado cuenta de que las acciones que el Gobierno proponía, el lenguaje con que las comunicaba, no estaban adaptadas a la gente de los barrios populares y no hacían más que acentuar la sensación de lejanía del problema. Y habrían generado problemas sanitarios enormes en las villas. Por eso hablamos con las instituciones describiéndoles la situación aquí y dando nuestra disponibilidad para colaborar. Así empezó un trabajo que parece que está llevando a un cambio en estas políticas».

Impresiona pensar en toda esta operatividad, que ninguna institución por sí sola habría podido realizar. «La institución es necesaria, pero antes está la comunidad, que genera vínculos y construye respuestas. La institución trabaja junto a la comunidad, ofreciendo respuestas específicas que nosotros no somos capaces de dar. Pero no puede generar comunidad, ni sustituirla. Porque su mirada sobre la totalidad de la persona nace precisamente de esa relación amorosa que vivimos en comunidad».