La pianista Zhu Xiao–Mei.

«Bach me ha salvado la vida»

El piano desde la infancia. Luego, la deportación a un campo de trabajo, en Mongolia, durante cinco años. Con una esperanza, encontrada en el sonido de un acordeón. De allí, el viaje a América y Francia. Tocando, toda su vida, «la música del Bien».
Enrico Raggi

A primera vista, parece un disco normal, como los miles que se editan todos los días, un disco más de una pianista china más. En cambio, es el Arca de Noé, que te arranca de la muerte en el diluvio de la violencia. Son dos piezas de la obra maestra de Bach, El clave bien temperado, grabada por Zhu Xiao–Mei, que a sus 65 años afirma: «Bach me ha salvado la vida». Una historia increíble, narrada en el libro La Rivière et son secret (The secret piano, en su traducción al inglés). A los tres años, Zhu recibió de su madre la primera lección de piano. La música empezó entonces a acariciar a la pequeña, le hablaba, le hizo crecer.

A los ocho años actuaba en la radio y en varios teatros. A los diez sorprendía a la escuela de música de Pekín. La Revolución marxista-leninista de 1966 interrumpió su carrera. El arte fue declarado como inútil, la gratuidad de la belleza peligrosa, incluso se prohibió el recuerdo de la cultura occidental. Los intelectuales fueron asesinados o encarcelados, se cerraron los conservatorios, las academias y los institutos musicales. Zhu fue deportada a un campo de trabajo en Mongolia con toda su familia. Cinco años de trabajos inhumanos. Prohibido distraerse, cantar, sonreír, jugar, escribir, leer. Aturdida, aplastada, reducida a una máquina, autómata, objeto. Estaba a un paso del fin. Hasta que el sonido de un acordeón le recuerda el mundo de las notas que ya había olvidado. De forma clandestina consigue introducir en la prisión una copia del Wohltemperierte Klavier. Lo aprende de memoria, lo repite mentalmente, lo transcribe en secreto en minúsculos trozos de papel. Sus manos, durante la noche de los barracones, tocan un teclado de piano imaginario. Bach vuelve a hablarle. «“No te rindas, estoy contigo”, me decía Johann Sebastian», recuerda Zhu: «“Yo correspondo a tu amor. Volveremos a encontrarnos. Yo también, como tú estás haciendo ahora, he copiado las notas durante mucho tiempo”». Cambia tres veces de laogai (los gulag chinos). En total, pasa diez años recluida. En una cárcel encuentra un viejo piano donde tocan piezas populares chinas. «Rara vez la temperatura superaba los cero grados», cuenta: «A escondidas, tocaba las Fugas más lentas de la primera selección, especialmente la cuarta y la vigésimo segunda, las únicas a cinco voces, tratando de escuchar claramente cada línea. Con los brazos y las manos inmóviles, con un mínimo movimiento de las falanges. Una especie de T’ai Chi Ch’uan: el movimiento en una posición fija. Si se quiere mirar el fondo de un lago, la superficie debe estar lisa y en calma. Cuanto más quieta está el agua, mejor se ve en profundidad. Lo mismo sucede con la mente: cuanto más en paz estás, más penetras en ti misma. Cada vez me sentía mejor. El espíritu de aquella música entraba en mí a través de mis dedos. Me devolvía la dignidad que me negaban las galeras, me alimentaba con un pan cotidiano».

Su vida comienza a los treinta años. En 1980 emigra a Estados Unidos, estudia con Rudolf Serkin, y cuatro años después viaja a París. Hoy vive cerca del Sena y da clase en el conservatorio. Habla bajo, despacio, cada palabra parece costarle mucho esfuerzo. «Soy música antes que víctima», precisa: «He perdonado a mis carceleros, pero no a Mao». ¿Cómo valora la situación actual? «Soy pesimista, lo veo todo negro, sin color. Sólo la música me dona la luz y la fuerza necesarias para sobrevivir. El mundo corre demasiado deprisa. Hace falta tiempo, trabajo, paciencia». Da pocos conciertos, actuaciones que impresionan por el extremo pudor y el abismo que alcanzan. «Sólo toco “las montañas del alma”: Scarlatti, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, autores necesarios, esenciales. Y luego está el padre, Bach, con su Biblia, El clave bien temperado. Lo he tocado en público al menos doscientas veces y cada vez es una experiencia distinta. Cuando repites una cosa mucho tiempo, su significado se va mostrando de formas distintas. Es una obra rica en humanidad y en sentimientos, es para todos, no es inaccesible ni fría. Es agua fresca que corre, libre e indispensable, como el aire que respiramos. La vitalidad asociada a un flujo natural. Energía, danza, armonía suprema. Pasa de páginas de una densidad mineral a chorros que fluyen. Bach es la música del Bien».