Los chicos del CLU de Ciencias en Lituania.

Trece “alpinos” descubren un pueblo, y a sí mismos

Francesco Brignoli

La campiña lituana a primeros de marzo. Una casa perdida en medio del primer deshielo. Somos una docena de universitarios de las facultades de ciencias de Milán. Hemos venido a Lituania para dar un concierto de música italiana en la Academia de Bellas Artes de Vilna. Llegamos hace unos días para poder visitar el país y conocer a la comunidad del movimiento. La acogida ha sido estupenda y algunos nos han invitado a comer, haciéndonos sentir como en casa a pesar de los dos mil kilómetros de distancia.
Daiva nos abre la puerta. «Bienvenidos. Vinimos a vivir aquí porque en nuestra vieja casa no podíamos recibir a los amigos. Nada más llegar supimos que se llamaba “Tierra de cristianos”. Para nosotros fue un signo de que el Señor nos acompañaba aquí».
Preparamos unos pizzoccheri para todos y, después de comer, entonamos algunos cantos alpinos y lituanos. Mindaugas, el marido, aún no había dicho nada, excepto un «¡bueno!» tras haberse comido dos platos de pizzoccheri. Pero a mitad de los cantos entró en la sala con algo en la mano: «Hace veinte años, Lituania se independizó de Rusia. Para el pueblo, es uno de los milagros más grandes que Jesús hizo por nuestro país. Una amiga hizo unas medallas conmemorativas de este aniversario. Quiero regalárselas a todos los amigos que vienen a mi casa». Su hijo mayor le cogió las medallas de las manos y, una a una, nos las fue colgando del cuello.
Es uno de tantos episodios que nos han sucedido estos días, donde la acogida de los lituanos se ha revelado mucho más cálida de lo que podíamos imaginar. Las chicas del CLU se dividieron en grupos de cuatro para acompañarnos, enseñarnos los lugares más bellos de la capital, de la naturaleza, y contarnos la historia de su país. «Era como si les perteneciéramos desde siempre», cuenta Antonio, que estudia el último curso de Física. «El cuidado y la paciencia que tenían no eran habituales. No dejo de preguntarme por qué lo hicieron». El segundo día tuvieron Escuela de Comunidad. Francesco, que también estudia Física, afirma que «vivimos circunstancias muy diferentes, pero hemos podido hablar entre nosotros y entendernos. He experimentado una compañía verdadera: nos hemos dado cuenta de que un mismo hecho nos estaba cambiando la vida».
Pero lo que más nos impactó fue volver a descubrir el valor que tiene la Iglesia, y particularmente el movimiento: una línea roja que une en el espacio del mundo a gente muy diferente pero que está herida por el mismo deseo de ser felices. Así es como Andrea, estudiante de Matemáticas, conoció a Cristina, Memor Domini de Vilna. «Le hablé un poco de todo. Nunca había estado con alguien que mirara mi vida como ella hizo aquel día. Reconocer a Cristo presente fue lo más fácil del mundo, por la excepcionalidad de aquella mirada y porque yo ya no quería separarme de ella. Como Juan y Andrés cuando estaban con Jesús».
Conmovidos por la grandeza de todo lo que sucedía, llegó el día del concierto. Lo habíamos preparado durante dos meses. Era un repertorio muy complejo, la mitad eran cantos de montaña y la otra mitad, fragmentos de música ligera italiana: Guccini, Gaber y Chieffo. Veintitrés cantos, unidos por un tema común: el deseo de belleza, de paz, de justicia, de amor, que está inscrito en el corazón del hombre.
Entramos en la sala. No esperábamos encontrar allí a tanta gente reunida para escucharnos. Había al menos doscientas personas. Muchos de pie, o sentados en las ventanas. «Una de las cosas que más me impresionó», recuerda Pierluigi, de tercero de Física, «fue que el concierto no fue algo separado de los días previos, sino que era un continuo volver a mirar todos los hechos que nos habían sucedido». Para Andrea era lo mismo: «Es evidente, por cómo cantamos Parsifal. Durante toda la semana intenté en vano cantarla como Chieffo. En el conciedrto intenté hacer mías esas palabras y me descubrí cantando con la sonrisa impresa enla cara. Aquellas palabras hablaban de mi experiencia; por fin la canción era mía».
A muchos de nosotros nos sucedió lo mismo: llegar a cantar por primera vez conscientes de lo que decíamos. Como Francesco: «Cuando en Il testamento del Capitano el oficial, a punto de morir, recuerda todo aquello que ama, me encontré a mí mismo haciendo memoria de lo que tengo como más querido en mi vida, del hecho de que soy profundamente amado». Pierluigi habla también de la sorpresa de cantar por primera vez de otro modo: «Muchas veces en los ensayos nos dicen que pensemos en lo que decimos. Me he dado cuenta de que nunca había entendido lo que eso quería decir. El problema no es esforzarse en pensar en lo que estás diciendo, sino que para mí la novedad ha sido cantar pensando en todo lo que me ha sucedido».
Nos preocupaba que un repertorio tan largo resultara insoportable para gente que ni siquiera entendía nuestra lengua, pero al final del concierto nos dimos cuenta de que el público no se quería ir, después de dos horas y seis bises. Nos esperábamos cualquier cosa, menos una reacción así. «Poder veros juntos ha sido la posibilidad de ver lo que significa que Giussani ha generado hijos que tienen la estatura de grandes hombres», nos dijo Paola, también ella Memor Domini en Vilna. «La gratitud que mostraba la gente después del concierto era un signo evidente de que el que actuaba era Otro», cuenta Mattia, de cuarto de Física: «A mí sólo se me pide ser leal con el motivo por el que hago las cosas». El éxito ha sido completamente inesperado. Nos hemos dado cuenta al mirar los rostros de los amigos que aquellos días les acompañaron. «Verles la cara mientras cantábamos ha sido impresionante», afirma Pierluigi. «Era la manifestación de la gloria de Dios, es decir, de aquella mirada tan totalizante y fascinante que, mediante su compañía, en dos días había cambiado mi vida».