Queen's University en Kingston.

Al otro lado del océano, Él me sale al encuentro

Francesca, licenciada en Filosofía, está en Kingston desde junio. Allí, entre los estudiantes reina «una gentil indiferencia», pero también suceden encuentros inesperados...

Desde el mes de junio estoy en Canadá, en Kingston. Vivo en una residencia universitaria. El principio está resultando duro y dramático. Todos te sonríen y te saludan, pero a nadie le interesas de verdad. Lo definiría como “el reino de la gentil indiferencia”. A la mañana siguiente de llegar aquí, me levanté un poco desorientada e hice lo único que para mí tenía sentido en ese momento: buscar una iglesia. Descubrí que en la catedral hay misa todos los días a las 12.10h, así que fui y finalmente me sentí en casa.
Compré algunas cosas para cocinar (tenemos una cocina común): una olla, un plato, un vaso... y en un momento dado me di cuenta de que estaba sola, desesperadamente sola. En un lugar precioso –el lago, el jardín, las ardillas que caminan por la calle–, pero sola. Por primera vez en mi vida. Después de dos días, ya no podía más. Pero sucedió algo extraño: aunque no me apetecía nada, en aquella situación, en que nadie me veía ni podía regañarme, usé bien mi tiempo, haciendo la compra, la comida... Podría comer sólo bocadillos –hace un año lo habría hecho–, sin embargo descubrí en mí un amor y una gratitud por el modo en que he sido tratada estos últimos años y me di cuenta de que eso me ha cambiado, al verme en acción, cuando no hacía nada porque alguien me mirara, sino sólo por mí.
Pero no era suficiente. Estaba profundamente intranquila. Pasé todo el primer día esforzándome, casi intentando inventar algo que me permitiera reconocer a Cristo, como si Lo tuviera que generar yo. En vano lo intentaba, pero nada me satisfacía (las pocas veces que intenté relacionarme con alguno de mi piso no tuve gran éxito: cada uno come solo en su habitación). Al día siguiente, por la mañana, cuando me desperté, de pronto pensé: «Pero yo no tengo que hacer nada. Él lo puede todo, también puede vencer esta inmensa soledad. Relájate, ¡porque Él está!». Todo empezó a cambiar. Al entrar en la catedral, una señora –llamada Marian– se me acercó para decirme que no había misa, pero que podía quedarme para rezar el Rosario. «Ok, pero no sé rezar el Ave María en inglés...». Entonces me dio un libro de oraciones y rezamos el Rosario juntas: ella al micrófono en el altar, y yo en un banco de la primera fila. No lo podía creer. Después me preguntó quién era, de dónde venía, qué hacía allí... y me dijo: «Si quieres, le doy tu mail al capellán de la universidad, así te presenta a gente». Por fin alguien que me miraba verdaderamente, alguien con un rostro que se interesaba por mí. Y llegados a este punto, ¿qué podía decir yo? Él no se hace esperar cuando lo busco.
Por la noche sucedió otra cosa. Mientras estaba preparando la cena en la cocina común, llegó un chico indio y nos pusimos a charlar. Él también estaba muy solo. Después de un mes en Canadá, se notaba que tenía una necesidad desesperada de estar con alguien. Así que nos organizamos para cenar juntos al día siguiente: yo prepararía la pasta y él un pollo con especias. Al acostarme, pensé: «Las cosas empiezan a mejorar», pero algo no iba bien. El día anterior, mi objeción era: «Jesús, ¿cómo puede crecer mi relación contigo estando sola? Necesito relaciones humanas, siempre te he reconocido así»... Sin embargo, ahora que tenía al chico indio con el que poder estar, seguía insatisfecha. La cuestión por tanto no era ésa, lo entendí al día siguiente, leyendo el mail de una amiga.
Cuando vi aquel mail me conmoví al instante, no tanto por lo que decía sino porque de pronto me di cuenta de todo el bien que hay en mi vida. «No falta Dios, falta el yo». No es que mi yo no estuviera, de hecho, yo estaba en tensión para actuar en la realidad: conocer gente, encontrar amigos... Pero luego, aquella frase de la Escuela de Comunidad: «¡Búscame en todas las cosas!». Por eso no estaba satisfecha. No era que no Lo buscase, sino que, como vuelve a decir la Escuela de Comunidad: «Yo sé que deseo el infinito y que este infinito existe porque siempre tengo nostalgia de él, pero cada día aferro el particular, voy detrás de cualquier objeto que luego me deja insatisfecho». No sé explicarlo mejor... Yo partía con la pregunta, pero un instante después ya la había reducido. Y sin embargo, qué respiro, qué libertad, qué alegría, cuando uno vuelve a descubrir la profundidad de su deseo, y sobre todo que hay Uno que responde siempre y en todas partes. Como si todos aquellos pequeños signos de los días precedentes (la señora Marian, el indio...) estuviesen por fin en la perspectiva adecuada.
Todo lo contrario de algo abstracto o sentimental. Lo sé porque inmediatamente cambié. Las cosas que antes me parecían una maldición, un obstáculo o un problema, se hicieron de pronto bellas. El lago, hasta la soledad se convirtió en alegría, porque es la primera condición para desear continuamente y mendigarle a Él: «Ven, ven, Jesús». Así, después de leer aquel mail, estuve en la cena con el chico indio llena de leticia y serenidad. Sin la ansiedad por lo que debía hacer, sólo mirar lo que allí había para mí. Podría describir el día de hoy del mismo modo, lo he pasado en la misma soledad, y sin embargo qué diferencia es para mí poder, de nuevo, decir: «Mi yo es consistente». Y disfrutar de las cosas: tomar el sol a la orilla del lago, estudiar, resolver las cuestiones burocráticas, no tener ya miedo. No es un discurso, porque te descubres distinta mientras haces lo mismo. La fatiga no ha desaparecido, para nada, pero ya no es en absoluto una objeción. Es impresionante, y sólo es el principio...

Francesca, Kingston (Canada)