Levadura de reconciliación para América

Julián de la Morena

Una gran noticia ha recorrido toda Latinoamérica. El día 24 de mayo de este año, la Iglesia Católica ha beatificado al Arzobispo Óscar Romero, asesinado por odio a la fe en El Salvador el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Misa, y por lo tanto declarándolo mártir.

El testimonio cristiano de Mons. Romero durante su vida y su muerte es contundente. Sabía del riesgo que corría su vida pero decidió libremente permanecer en su diócesis. Un mes antes de su muerte había escrito: «Él (Cristo) asistió a los mártires, y si es necesario lo sentiré muy cerca al entregarle mi último suspiro. Pero más valioso que el momento de morir es entregarle toda la vida y vivir para Él».

El Papa Francisco ha descrito a Romero como «un obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor. En tiempos de difícil convivencia, Monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia. Su ministerio se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados. Y en el momento de su muerte, mientras celebraba el Santo Sacrificio del amor y de la reconciliación, recibió la gracia de identificarse plenamente con Aquel que dio la vida por sus ovejas».

El arzobispo beatificado es uno de los mártires más famosos del siglo XX. Ya Juan Pablo II lo había considerado uno de los nuevos mártires durante la celebración del Gran Jubileo en el Coliseo Romano el 7 de mayo del año 2000. Nadie ha permanecido indiferente ante su martirio y beatificación. Su figura, ya en vida como después de su muerte, ha sido ensalzada por unos, también manipulada, incomprendida por otros, desde la política a la Iglesia, donde no han faltado muchas veces la calumnia y el odio a su persona hasta el extremo de hacer una caricatura de él. Su fama que ya fue grande en vida no se oscureció con su asesinato, su memoria ha permanecido viva. Todo muestra que la tarea de nuestro mártir no fue interrumpida con su muerte, sino que se dilató antes y después de su beatificación. Y se cumplió lo que había escrito: «Señor, yo estuve dispuesto a dar la vida por Ti. ¡Y la he dado!».

Romero fue un hombre de profunda fe que se refería a Jesús como «alegría cristiana de mi vida», que escogió como lema episcopal «Sentir con la Iglesia», aprendido de los ejercicios espirituales de san Ignacio. Manifestó una especial fidelidad a los Papas que conoció, desde Pío XI hasta Juan Pablo II, lo que le llevó a decir: «la gloria más grande de un pastor es vivir en comunión con el Papa». Escribió en sus notas: «¡qué paradoja...! En la medida que crece en mí una adhesión a Roma, me identifico más con mi nueva diócesis y mi patria». En el clima de la guerra fría que asolaba el mundo le tocó vivir una época de grandes convulsiones en su país.
Su temperamento conservador no le impidió ser audaz en la denuncias frente a la situación de injusticia y violencia institucional que sufrió El Salvador durante los años de su ministerio episcopal. Su voz se alzó especialmente después de la muerte del padre Rutilo Grande (+1977) para defender la paz y la justicia; a la Iglesia y a los campesinos en un país donde no se respetaban los derechos humanos y se asesinaba impunemente. Los datos son escalofriantes: «A partir de noviembre de 1979, más de 600 personas eran asesinadas mensualmente; los escuadrones de la muerte, policías o militares decapitaban y descuartizaban. Murieron 75.000 personas en la guerra civil que arrasó el país, el 80% de ellas civiles». Gran parte de la violencia en su país estaba respaldada por las instituciones gubernamentales aunque también la guerrilla alentaba la violencia. Especialmente llamativo y desafiante fue el célebre llamado a las fuerzas del orden público para que no dispararan contra el pueblo: «En nombre de Dios, les suplico, les ruego, les ordeno: Cese la represión».

La sangre de Mons. Romero, como la sangre de los mártires del siglo XX en los campos de concentración nazis, o los lagers en la URSS, o en las selvas tropicales de Centroamérica, han dado testimonio del carácter irreductible de la persona humana. Con su entrega hasta el perdón a sus asesinos nos han dejado el legado de que el hombre no puede ser explotado, manipulado o privado de su dignidad bajo ninguna circunstancia, ninguna ideología puede apropiarse del hombre. Esta misma experiencia nos la siguen comunicado los mártires de hoy, tan numerosos desde Corea del Norte hasta Iraq.
La madurez de la fe de tantos cristianos en El Salvador, se habla de más de 500 mártires, pone en evidencia que el amor a Cristo no se separaba del amor al hermano.

Pero ¿a qué nos desafía el testimonio del mártir Romero?
El Papa Francisco lo ha sintetizado en la carta que ha mandado el día de la beatificación: «La voz del nuevo Beato sigue resonando hoy para recordarnos que la Iglesia, convocación de hermanos en torno a su Señor, es familia de Dios, en la que no puede haber ninguna división. La fe en Jesucristo, cuando se entiende bien y se asume hasta sus últimas consecuencias, genera comunidades artífices de paz y de solidaridad. A esto es a lo que está llamada hoy la Iglesia en El Salvador, en América y en el mundo entero: a ser rica en misericordia, a convertirse en levadura de reconciliación para la sociedad». En estas palabras del Papa tenemos claramente una brújula para no diluir el testimonio de Mons. Romero y ser constructores de paz y justicia desde Chile a México.

La beatificación de Mons. Romero, con todas las implicaciones que tiene su testimonio, llena de alegría, consuelo y esperanza a la Iglesia en América Latina y en el mundo frente a los nuevos desafíos modernos, acompañando con las palabras de su salmo preferido: «al amparo del Altísimo no temerás el espanto nocturno, Dios mío confío en Ti» (Sal. 9).