El anuncio más grande de la historia

La visita de Francisco a la diócesis ambrosiana. Desde las “casas blancas” en la periferia de la ciudad, hasta el Duomo, la cárcel de San Vittore y el estadio de San Siro. En medio, la misa en Monza
Paolo Perego

Las barreras a lo largo de la carretera que sale de Milán hacia Monza son los únicos signos que anuncian que algo va a suceder. Francisco ya ha salido de las “casas blancas” de Vía Salomone después de llegar temprano a Milán para lo que sobre el papel parece un tour de forcé que no dejará a nadie indiferente. Luego irá al Duomo para reunirse con los sacerdotes de la diócesis, el Ángelus y el almuerzo con los presos en la cárcel de San Vittore. A las tres se espera que llegue a Monza. Poco más de quince kilómetros desde donde estoy. Son las nueve de la mañana y ya estoy preparado con mi mochila a la espalda, es hora de ponerse en camino.

La cita es a las diez cerca de la estación de Greco, donde me da tiempo a tomarme un café donde Mimmo: «Mimmo, pasará por aquí, ¿vas a verlo?». «Le invitaré a pasar y tomarse un café», responde entre risas y yo pienso que si pudiera Francisco lo haría de buena gana, se pararía a tomar un café en esta cafetería de la periferia milanesa. Por el cristal se ve una hilera de mochilas. «Mira, todos van a tomar el tren». «Sí, están pasando continuamente desde primera hora de la mañana». Todos quieren ver al Papa y van a esperarlo.

El teléfono, entre las redes sociales y los mensajes, se llena de amigos que ya lo han visto. Unos están saliendo, otros ya hacen cola en el Duomo. El grupo de whatsapp de los responsables parroquiales empieza a tomar vida. Nos hemos dividido en ocho equipos de 50 personas. Milán está preparada.

Ivo y Simone ya están esperando. Los demás van llegando poco a poco. Nos reparten la equipación rosa. Somos 16, pero ya es la hora. Patricia, la responsable de la parroquia de San Dionigi, lleva dos semanas trabajando en la organización de equipos, reparto de tareas, billetes de tren… «Esta noche me dirás si ha valido la pena...», le comento. Al llegar a la parada, nos bajamos todos. Están Manuel y su hijo, Iole y Antonio con los niños, Paolo y su mujer, y muchos que todavía no conozco.

Monza. Al llegar nos juntamos dos grupos: el de Federico, con cuarenta chavales del oratorio, y el de Patricia, lleno de familias. Los demás grupos irán llegando en otro tren, pero nosotros ya nos ponemos en camino. Una riada de gente sale de la estación para ponerse en camino hacia el centro de la ciudad.

Nuestros curas y muchos amigos ya están en el Duomo y nos mandan algunas fotos, algunas desde el parque, otras desde la plaza. En todas partes hay gente que conozco esperando al Papa. Miro a la multitud que camina conmigo. La cita de Carrón de la novela Los novios se encarna en un pueblo de hombres, mujeres y niños que caminan juntos para ir al encuentro de “un hombre”. Camino con Domenico y Luisa, y sus dos hijos pequeños. Hablamos de todo, de los niños, de la educación, de las horas que nos esperan, del «maravilloso sol que nos han regalado», bajo el que miles de historias, rostros y esperanzas se deslizan entre los viejos palacios de la ciudad. Después de un par de kilómetros, cruzamos las puertas de la Villa Real, que también están esperando, ya abiertas, a que entre por allí Francisco.

La riada humana se dirige hacia el parque. A derecha e izquierda el espectáculo de cientos de miles de personas llenando los jardines ante un escenario que nos dice que ya hemos llegado. Jóvenes, familias con niños, cientos y cientos de personas que se van acomodando hasta donde me alcanza la vista. Todos por el mismo motivo. Comemos algo, que ya es casi la una. Francisco también está almorzando, con los presos de San Vittore. El padre Gabriel actualiza la información en el grupo de whatsapp: junto a otros sacerdotes que van siguiendo al Papa durante su jornada milanesa, ya viene de camino a Monza.

«Justo ayer escribí unas líneas sobre por qué estoy hoy aquí, con mis más de cincuenta años, abandonando mi sofá para pasar estas penalidades», nos cuenta Paolo, periodista, sentado en un taburete mientras bebe una lata de refresco y fuma un cigarrillo: «La verdad es que ya hay demasiados católicos que critican a este Papa. Basta, yo vengo a abrazarlo». Un mensaje de casa me anuncia que el Papa ya viene de camino. Mis hijas han bajado a la calle con su madre para saludarle al pasar. Hay cientos de personas a lo largo de todo el recorrido. Me preguntó qué pensará Francisco al ver a toda esta gente. Lo dirá el domingo en el Ángelus: «Verdaderamente me he sentido en casa, con todos, creyentes y no creyentes. Os lo agradezco mucho, queridos milaneses, y os diré una cosa. Es verdad eso que se dice: “En Milán te reciben con el corazón en la mano”».

En una zona de la explanada empieza a haber movimiento. «Ha llegado», son las palabras que están en boca de todos. A los pocos minutos el papamóvil se vislumbra entre la multitud, los pañuelos ondean a su paso. Francisco saluda sonriendo. Luego desaparece, continuando el recorrido.

«En el nombre del Padre…». Su voz suena cansada. Todos lo notan, todos saben todo lo que ha hecho antes de llegar aquí, y el corazón se llena aún más de gratitud por este sacrificio que hace para volver a llevar a todos «el anuncio más importante de nuestra historia», como dirá al empezar la homilía del día de la Anunciación. «El nuevo encuentro de Dios con su pueblo tendrá lugar en lugares que normalmente no esperaríamos, en los márgenes, en la periferia. Allí se darán cita, allí se encontrarán, allí Dios se hará carne para caminar junto a nosotros desde el seno de su Madre. Ya no habrá un sitio reservado para unos pocos mientras la mayoría se queda fuera esperando. Nada ni nadie le será indiferente, ninguna situación se verá privada de su presencia: la alegría de la salvación comienza en la vida cotidiana de la casa de una joven de Nazaret». No se oye ni el vuelo de una mosca. Nuestra espera se ve colmada por esas palabras, por la posibilidad de un encuentro «aquí y ahora».

Vuelve a mi mente el Innombrable, con su pregunta por la espera de aquella multitud que iba al encuentro del cardenal Federico. ¿Qué otra cosa podría colmarla sino algo «aquí y ahora»? Pero hace falta un camino, hecho de memoria, de pertenencia al pueblo de Dios y de apertura a su iniciativa. De ahí la invitación a la hospitalidad propia de «un pueblo que ya no tiene miedo a acoger a quien lo necesita, porque sabe que ahí está presente el Señor». Francisco se sienta y la enorme explanada permanece en silencio. Un millón de personas en silencio.

Al terminar la misa, un gran aplauso despide a Francisco que parte hacia su próxima parada, en San Siro, con los jóvenes de Confirmación y sus familiares. Le esperan 80.000 personas, según nos dicen los mensajes de los amigos que ya están allí.

Recogemos todo y volvemos a ponernos en camino hacia la estación. Toda la multitud se mueve unida, no por partes como a la ida. Se respira alegría. Todos nos sentimos llenos por lo que acabamos de vivir. El camino de regreso resulta más difícil, hay momentos de bloqueo, hay cansancio, y la lluvia amenaza con caer. El teléfono se llena de mensajes, en todos los grupos repartidos entre las personas que se reparten por toda la ciudad. Algunos deciden ir caminando hasta que algún coche les lleve porque en la estación hay demasiada gente. Nosotros nos quedamos esperando hasta que a las siete y media conseguimos entrar en un vagón. Por todas partes hay rostros agotados de cansancio pero llenos de alegría.

El tramo final del camino a casa lo hago con Alessandro. Su familia le espera para cenar. «No te preocupes, ya me hago yo el filete cuando llegue, que si no voy a cenar una suela de zapato», bromea con su mujer por teléfono. «Gracias por este día», es la única manera adecuada de despedirnos. En el chat continúa el relato de los dispersos por Milán. «Todos en casa»: el último llega a las nueve de la noche. Solo falta una cosa, escribir a Patricia, la responsable del equipo. «¿Qué me cuentas? ¿Qué has ganado?». «Primero, el caminar juntos. Con la posibilidad de conocer de verdad a gente que quizás ves todos los domingos en misa pero de la que solo conoces el nombre y poco más. Y hacerlo con una mirada distinta, con la certeza de que íbamos andando para ver a un amigo. Y luego, después de todo lo que hemos visto hoy, poder decir “yo estaba allí”».