El puente de Bambú sobre el río Mekong.

Los selfies, las pasarelas y la fe de los sencillos

«No, no creo que Jesús haya resucitado. (...) Pero que alguien lo crea (...) me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado» (Emmanuel Carrère, El Reino).

Desde hace ya tiempo ando a vueltas con el tema del misterio de la resurrección de Cristo. Todos los días me mido con ese misterio, me pregunto qué es el cristianismo y qué sentido tienen estas palabras de san Pablo: «si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados» (primera carta a los Corintios, 15,17). Por tanto, ¿hay un vínculo entre la resurrección de Cristo y la naturaleza del cristianismo? ¿Es sencillamente una doctrina, un conjunto de reglas, una reserva ética necesaria para la convivencia civil? ¿O el cristianismo es una experiencia de vida, un acontecimiento, una presencia? Hay varias respuestas posibles, pero no todas consiguen justificar mi vida como misionero en Camboya. Las palabras de Emmanuel Carrère que dan comienzo a esta carta, tomadas de su último libro, El Reino, me provocan mucho. Carrère cuenta su conversión a Cristo y su sucesivo abandono de la fe por la imposibilidad de aceptar el hecho de «que [Cristo] resucitó al tercer día y, por qué no, que nació de una virgen». Después de haber creído durante un tiempo, ahora considera todo esto como una «creencia insensata». Y prefiere el «buen sentido», pensando que al final «un grupito de hombres y mujeres -a las mujeres primero- desesperados por la pérdida de su gurú, se les metió en la sesera esta historia de la resurrección y la contaron».

El libro, bien escrito y documentado, fascina por la habilidad de Carrère para restituirnos muchos pasajes evangélicos, que en nosotros se han desgastado por el tiempo y la costumbre, con la frescura del origen. Respecto a las insistentes incursiones autobiográficas, disturban un poco la lectura y suscitan la impresión de que todo el libro es una especie de selfie: una lenta, progresiva, idólatra reducción de toda la realidad, sobre todo de la realidad de Dios, a un gigantesco autorretrato. Porque «necesito cada vez más gloria, ocupar siempre más sitio en la conciencia ajena», escribe Carrère, deslizándose conscientemente por la idolatría de nuestro tiempo, por la que todo debe coincidir con mi "yo". Dios, el mundo, las personas, se convierten solo en una ocasión digamos que para hacernos un selfie que coloque a mi "yo" en el centro de todo el paisaje.

En estos tiempos, hasta la teología puede reducirse a un selfie y el Dios vivo que «intriga, fascina perturba y trastorna» puede quedar reducido a representación de la universalidad del espíritu, a una metáfora del anhelo de infinito que es el hombre, a símbolo del amor al que todos aspiramos con formas intimistas que varían con el tiempo pero que sustancialmente dejan al hombre solo, empeñado en un monólogo consigo mismo, porque este Dios ya ha perdido su carácter de persona viva, reducido a un discurso sobre la autoconciencia del hombre, «figura pasajera, necesaria en su momento en su labor de análisis», al que incluso Carrère se sometió para superar su depresión. Aquí y allá retorna el estribillo habitual, es decir, «que la raíz del deseo religioso es la nostalgia del padre y el fantasma infantil de ser el centro del mundo».

En cambio, estos últimos días «la imponencia del Resucitado» (Julián Carrón, La bellezza disarmata) se ha abierto camino a través de una mujer -«a las mujeres primero»- para quien Jesús está vivo. En Kompong Cham, el incontenible curso de agua del río Mekong, ya nada furioso sino más bien lento, pero majestuoso y solemne, se abre y se divide para dejar asomar una isla. Bien visible desde lo alto, abrazada por el curso del agua, la isla está habitada por casi dos mil personas repartidas en nueve pueblos. Pues bien, entre esas dos mil personas y esos nueve pueblos, en esa isla hay una sola cristiana, la única, Ming Pholly. Un maravilloso aunque frágil puente construido con madera de bambú une la isla a tierra firme. Se trata de una pasarela al nivel del agua totalmente original, artesanal, económica y natural. Igual de natural y sencilla que la fe de Pholly. Ella dice que no podría creer «sin la presencia viva de Cristo».

Hay un primer nivel que nos permite experimentar al Jesús vivo. Él, como cada uno de los grandes hombres del pasado, sobrevive en las páginas que lo narran. Y eso parece ser suficiente para Carrère, porque «en ninguna parte [como en los evangelios] estamos más cerca del origen. En ninguna parte se oye más claramente su voz». «Entre lo que yo pienso y lo que dice el Evangelio, siempre me sería más provechoso elegir el Evangelio». Pero eso también podría significar que es posible valorar las enseñanzas de Jesús sin tener que creer en su resurrección. Jesús muerto sigue sobreviviendo en su mensaje, en la belleza de su Evangelio. Como dice Péguy, la parábola del hijo pródigo «es bella en Lucas. Es bella en todas partes. No está sino en Lucas, está en todas partes. Es bella en la tierra y en el cielo. Es bella en todas partes. De solo pensar en ella, un sollozo os sube por la garganta. Es la palabra de Jesús que ha tenido la mayor resonancia en el mundo. Ha encontrado la resonancia más profunda en el mundo y en el hombre. En el corazón del hombre» (Charles Péguy, Los tres misterios). Es verdad, solo con el Evangelio, al pie de la letra, se podría superar abundantemente la sabiduría de este mundo. ¿Pero basta eso para llamarse cristianos?

Hay un segundo nivel que nos permite experimentar al Jesús vivo. Él sobrevive en su Iglesia. Y esto también parece bastar para Carrère. De hecho, en las conmovedoras páginas finales, nuestro autor narra el encuentro que tuvo con Jean Vanier, fundador del Arca. Jesús muerto sobrevive en los gestos de sus discípulos, y por tato en los gestos de Vanier que, al hacerse cargo de Eric, ciego y sordo, abandonado al nacer, rechazado, humillado, consigue vivir en el gran secreto del Evangelio. Al cuidar a Eric, al lavarlo, asearlo, tocarlo, aunque no lo pueda curar, al «acercarse todo lo posible a lo que hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos», Carrère reconoce la esencia del cristianismo.

Pero, insisto, ¿esto basta? «¿Todo el cristianismo está aquí?», se pregunta el filósofo Salvatore Natoli, «¿o hay cosas para las que el hombre es elevado, que le son donadas, pero que no pertenecen al alcance de sus posibilidades? ¿Pecado, gracia, redención, fin del mundo, vida eterna, son vestiduras simbólicas cuya verdad solo consiste en la acción caritativa o se refieren a cosas que los hombres no pueden hacer por sí mismos porque no están a su alcance, porque pertenecen a los impossibilia Dei? (...) Me pregunto únicamente si el Cristo bueno y evangélico les basta a los cristianos. Y si les basta, ¿sigue siendo necesaria la fe o ya no hay nada que creer? Pero si hay algo que creer, no creo que sea muy diferente de lo que los cristianos han anunciado desde siempre, es decir, que el Resucitado vive, que está sentado a la derecha del Padre. (...) Si el cristianismo no anuncia al Resucitado -y todo lo que eso conlleva- todo se resuelve fácilmente con la moral. Sepultado como fe, sobrevive como episodio de la historia de civilizaciones, (...) como una reserva de metáforas que los hombre emplean, por decirlo así, para representar y narrar de vez en cuando el sentido y el sinsentido de su estar en el mundo». (S. Natoli, Il cristianesimo di un non credente [El cristianismo de un no creyente]).

Hay un tercer nivel que nos permite experimentar al Jesús vivo y que esta vez Carrère no acepta. Jesús no solo sobrevive en la doctrina evangélica y en los gestos de sus discípulos, sino en el hecho mismo de estar vivo, resucitado. Porque si el Evangelio o la Iglesia sobreviven al poder que por todos los medios trata de reducirlo todo a selfie, es solo por «la imponente presencia viva de Cristo, que con la potencia de su Espíritu genera la comunidad cristiana» (J. Carrón, La bellezza disarmata).

«Para nosotros, lo más querido del cristianismo es Cristo. (...) En él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad», escribe Vladimir Soloviev. Y si, como Carrère, podemos permitirnos rezarte así, «Te abandono, Señor. Tú no me abandones», es porque admitimos que Tú estás más vivo que nosotros.
Padre Alberto Caccaro, Kompong Cham