Marcello Candia (1916-1983).

«Si este hombre es tan bueno, ¡cómo será Dios!»

Piero Gheddo*

Agradezco a Dios la gran gracia que me concedió al conocer de cerca al Venerable doctor Marcello Candia, y haber escrito su biografía después de su muerte (31 agosto 1983), por encargo de la familia y de la Fundación Candia, que mantiene su memoria y sus obras de caridad.

Marcello era un hombre de vida evangélica desde su juventud. En una de las entrevistas por su causa de canonización, el profesor Siro Lombardini me decía: «Tenía un instinto extraordinario para el dinero, todo lo que tocaba se convertía en oro». Podía haberse quedado en Milán, al frente de la industria química que heredó de su padre. En cambio, vendió todas sus propiedades y partió como misionero laico a la Amazonia, donde vivió solo durante 18 años, repartiendo todo lo que tenía, entregándose a sí mismo para los más pobres y humildes.

Se marchó a Macapá en 1965, a los 49 años, cuando el PIME (Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras) no enviaba a la Amazonia a misioneros mayores de 35 años por las dificultades que suponía adaptarse a un clima ecuatorial constantemente cálido y húmedo, y a la miseria extrema de los caboclos e indios.

Fui a visitarle en el verano de 1966. Vivía en una habitación de la residencia (entonces en construcción) del obispo, monseñor Beppe Maritano, con el pasillo lleno de cajas, bolsas y baúles que todavía había que abrir y colocar. En Milán cené con él tres veces. Vivía en un apartamento grande y lujoso, con varias personas de servicio. En la Amazonia no tenía agua corriente en su habitación, los servicios y la ducha estaban al fondo del patio, en la pared había un grifo que le permitía llenar un barreño de agua para lavarse y afeitarse. El pan no llegaba todos los días, la carne se dejaba ver muy pocas veces, no había frigoríficos, el queso (que le encantaba) no existía en Macapá, la comida era a base de arroz (cuando había) y yuca hervida (que sabe a serrín).

Me dio mucha pena. Le pregunté si se estaba adaptando a la vida allí y me dijo: «Cuando me entra la nostalgia de mi casa en Milán, pienso en toda la miseria que veo a diario entre los leprosos y los pobres de Macapá, y me digo: quien ha recibido mucho debe dar mucho. Yo he recibido muchísimo; ahora empiezo a dar algo a estos pobres que me rodean, y tendré que darlo todo».
Marcello, enamorado de Jesucristo, veía en los pobres y leprosos la imagen de Cristo. Se arrodillaba a su lado, los besaba, le gustaba estar con los más humildes.

1. El hospital y el ciclón
Un día de 1966 le acompañé a visitar algunos enfermos de lepra de Macapá que todavía vivían en sus cabañas (pronto les llevó a la leprosería de Marituba). Había una viejecita ya desfigurada por la lepra a la que cuidaba su hija en una casa donde el hedor a carne podrida y pus te cortaba la respiración. Después de unos minutos tuve que salir al aire libre. Marcello se arrodilló junto a la cama de la anciana, le habló y rezó con ella.
Cuando salió, le dije que le admiraba por ese gesto tan espontáneo y heroico, y me respondió: «Mira, si con la ayuda de Dios no me esforzase por ver a Jesús en todos los pobres con los que me encuentro, regresaría a Italia inmediatamente. Cuando rezo, siempre pido esta gracia. No es fácil vivir aquí, pero este es el camino que el Señor me ha indicado y lo recorro con la alegría que Dios me da».

Candia era el santo de la caridad cristiana, pero desde aquella primera visita me pareció el santo de la cruz. Estaba construyendo el que entonces era el hospital más grande de la Amazonia, una construcción monumental y majestuosa. En una ciudad pequeña de 25.000 habitantes como era Macapá en 1965 (hoy son 600.000), formada en su mayoría por chozas de barro o cabañas de madera (hasta la casa de los misioneros era de madera), con 20-25 casas de ladrillo de una o dos plantas, el hospital de Candia, de dos plantas de cemento armado, medía 120 metros de largo y 97 de profundidad.

Cuando llegó a Macapá en junio de 1965, al día siguiente ya estaba trabajando en el hospital, cuya construcción comenzó monseñor Pirovano tres años antes. No podía estudiar y no sabía portugués, pero era un ejemplo para todos por las virtudes que ejercitaba de manera ejemplar: humildad, espíritu de sacrificio, paciencia, fidelidad en las oraciones y sobre todo la convicción y el entusiasmo que ponía en cada una de sus acciones. Verdaderamente trabajaba para Dios y no para sí mismo. Cuando le visité en 1966 ya se le notaba que era un santo. Aparte del hospital, desde el principio ayudó siempre en la construcción de las iglesias, sostenía el periódico y la radio católica, así como otros proyectos de los misioneros.

En diciembre de 1966, Marcello volvió a Milán y comenzó su "campaña invernal" para la animación misionera. Nosotros que le conocíamos decíamos que venía el "ciclón Candia" y nos preparábamos para recibirlo igual que un fenómeno natural -un ciclón- contra el que nada se puede hacer. Pero en este caso el cataclismo era un bien. Aun así, cuando Marcello venía había que liberarse para acompañarle en una continua gira de encuentros que el centro del PIME le organizaba en parroquias, escuelas, seminarios, centros culturales, entrevistas con la prensa...

2. «Piero, recuerda siempre que no basta con la fe»
A decir verdad, nos gustaba y nos hacía bien, a nosotros jóvenes misioneros del PIME, toda esta gira acompañando a un "santo", presentarlo, escucharle hablar, ver la conmoción que suscitaba en la gente. Una vez le llevé a la RAI Uno. El periodista que le iba a entrevistar le presentó diciendo:

«Usted está enamorado de los pobres y leprosos, háblenos de cuando visita la leprosería de Marituba».
«Perdone», respondió Marcello, «yo no estoy enamorado de los leprosos. Estoy enamorado de Jesucristo, que me ayuda a ver en cada uno de los leprosos y de los pobres a Jesús en la cruz. Esto es lo que explica toda mi vida».

Su espíritu de sacrificio era ejemplar. Después de 1973, cuando vino a vivir a nuestra comunidad misionera, nos avergonzaba un poco con sus ritmos de trabajo y oración. Trabajaba entre 12 y 14 horas diarias, todos los días. Dormía poquísimo, pero siempre estaba sonriente con todos. Nunca le vimos tomarse un día de descanso, por la noche se metía rápidamente en su habitación para hacer alguna llamada urgente (sus llamadas siempre eran "urgentes"). Sus jornadas eran agotadoras.
Una tarde de invierno, de nieve y hielo, tenía que llevarle a un encuentro en Piacenza, del que volveríamos a medianoche. Entró en el coche apretándose el pecho con las dos manos porque no se encontraba bien. Le dije: «Marcello, no puedes ir así. Quédate en casa, voy yo y hablo en tu lugar». Imposible, quería ir él. Normalmente íbamos rezando el Rosario pero esa noche no tenía fuerzas y dijo: «Repetiré la jaculatoria que me enseñó mi madre: "Señor, aumenta mi fe"». Yo le respondí: «Marcello, tú ya tienes mucha fe, han vendido todo y lo repartes entre los pobres. Ya no tienes casa en Milán...». Él, aún con las manos en el pecho, me replicó: «Piero, recuerda siempre que no basta con la fe».

Marcello se definía como «un simple bautizado». No le definía su pertenecía a ninguna asociación o movimiento eclesial, solo su Bautismo. Era un hombre libre, con una espiritualidad profunda pero elemental. Cuando se ponía a rezar no quería que le molestaran, de ese tiempo él sacaba la fuerza necesaria para seguir adelante con una vida frenética donde se multiplicaban las obras de bien.

El primer viaje a Macapá fue en 1950 y durante 15 años preparó con Pirovano el proyecto para sacar adelante el hospital. Cuando volvió a la Amazonia en junio de 1965, Pirovano era desde hacía tres meses el superior general del PIME y el nuevo obispo, Maritano, un hombre santo como él, no llegó a Macapá hasta seis meses después de que llegara Marcello, por lo que tuvo que afrontar solo un mundo que le resultaba extraño y duro como la autoridad militar propia de aquel tiempo de dictadura, que había empezado en 1964. Le vigilaban, le humillaban, no le daban los permisos necesarios... porque sospechaban que tenía alguna intención oculta.
Pero la santidad de Marcello se impuso en pocos años, tanto en Italia como en Brasil. Con el tiempo recibió muchos premios y reconocimientos. En 1980 Giorgio Torelli publica el libro Da ricco che era ("Con lo rico que era"), del que se vendieron 120.000 copias. Marcello Candia se convirtió en «el misionero italiano más conocido y amado». El libro entró en las casas de la gente como entra un amigo, hablando al corazón, entusiasmando, interpelando, poniendo en cuestión, suscitando remordimientos o lamentos, dando a todo un sentido de bondad y de la grandeza de Dios. A partir de entonces, empezó a recibir cantidad de ofertas, donaciones, legados, herencias. La Fundación Candia ha declarado muchas veces que, después de su muerte, el verdadero milagro de Marcello es que las ayudas recibidas por sus amigos y devotos no han dejado de aumentar. Hasta el punto de que, además de las 14 obras que Candia puso en marcha en Brasil, la Fundación ha puesto en marcha otras tres y ha llegado a financiar una treintena.

En Brasil, Candia se convirtió muy pronto en una personalidad conocida y estimada a nivel nacional a pesar de que vivía en un rincón perdido de la Amazonia. En 1971, el presidente del país, el general Garrastazu Medici, otorgó a Marcello el Cruzeiro do Sul (Cruz del Sur), el máximo reconocimiento nacional a los beneméritos de la nación, que por primera vez se entregaba a un ciudadano extranjero. En 1975, la revista más importante de Brasil, Manchete, le dedicó un amplio reportaje titulado "El hombre más bueno de Brasil", donde se decía: «Nuestro país es tierra conquistada por financieros e industriales italianos. Muchos vienen a invertir sus capitales para ganar más. Marcello Candia, rico industrial milanés, vive en la Amazonia desde hace diez años y lo ha gastado todo con un objetivo bien distinto: ayudar a los indios, a los caboclos, a los leprosos, a los pobres. Por eso le hemos elegido como el hombre más bueno de Brasil en 1975».

Volví por quinta vez a la Amazonia de enero a marzo de 1996. Visité la leprosería de Marituba, el hospital y otras obras construidas y financiadas por Candia en Macapá y Belém. Hablé con mucha gente. Los encuentros más bonitos los tuve en Marituba, donde no quedaban muchos leprosos que hubieran conocido a Candia, trece años después de su muerte (allí donde la vida dura mucho menos que en Europa). Pero el recuerdo de él se transmitía de unos a otros. Marcello se había convertido en una figura mítica incluso para los chavales en la escuela. El leproso Adalucio, de gran sabiduría humana y cristiana, elegido muchas veces representante de los leprosos de Marituba, me dijo: «Marcello no solo nos ha ayudado económicamente y con las obras sanitarias y sociales, sino que nos ha querido. En él veíamos el amor de Dios hacia nosotros, leprosos, rechazados por todos».

Le pregunté a Adalucio por qué consideraban a Candia como un santo y le rezaban para obtener gracias. «Porque todo lo hacía por amor de Dios. No tenía nada para sí, no buscaba nada para sí, todo era para los demás, para los pobres, los enfermos, los leprosos. Era heroica su manera de donarse al prójimo. Él, rico, culto, un hombre importante para el mundo, venía a dar su vida entre nosotros, que no podíamos darle nada a cambio. Y no por un motivo humano, de otro modo no habría resistido, habría quedado decepcionado. Solo por amor de Dios. Nosotros pensábamos: si él es un hombre tan bueno, ¡qué bueno debe ser Dios!».

3. La causa di canonización
La herencia más hermosa y duradera que Marcello ha dejado no son sus obras, por óptimas y providenciales que sean, sino la memoria de su santidad y de su vida al servicio de los más pobres. La Iglesia lo estudia para proponerlo al mundo entero como modelo de cristiano que vivió el Evangelio de manera integral, para servir a los pobres y humildes. Y pide a Dios un "signo" extraordinario que confirme la santidad de Marcello, el llamado "milagro", normalmente una curación de una grave enfermedad, inexplicable para la ciencia médica. Hace falta, por tanto, que los devotos de Marcello Candia no se contenten con admirarlo y sostener sus obras sino que se propongan imitarlo en sus virtudes y que le recen para obtener gracias por su intercesión.

El 12 de enero de 1991 (ocho años después de su muerte), el cardenal Carlo Maria Martini instituyó el tribunal diocesano para el inicio de su causa de canonización diciendo: «Es un modelo de laico comprometido, valiente, capaz de tomar en serio la palabra de Jesús, que puso su profesionalidad al servicio de los últimos. Por tanto, es para nosotros un testigo extraordinario, un cristiano ejemplar, un modelo en nombre del cual queremos prepararnos para entrar en el tercer milenio con esperanza». El 8 de febrero de 1994, al cerrar el proceso diocesano, dirá: «La Iglesia ambrosiana expresa oficialmente su deseo de poder contar un día entre sus santos y beatos con este hijo suyo».

El largo camino de la causa de canonización terminó el 8 de julio de 2014, cuando la Congregación de los Santos promulga el decreto de reconocimiento de las virtudes heroicas del Siervo de Dios Doctor Marcello Candia, que pasa a ser Venerable. Solo falta un "milagro", reconocido como tal, para la beatificación. Este es el tiempo de las oraciones para pedir gracias por su intercesión. Marcello está sepultado en la iglesia de los Santos Ángeles Custodios de Milán, en cuya parroquia se encuentra la Fundación Candia.

Cuando Marcello Candia, si Dios quiere, sea elevado a la gloria de los altares, será un santo típico de nuestro tiempo: empresario de éxito, demostró que también un rico puede ser santo, utilizando el capital y las estrategias empresariales no para servir a los propios intereses sino al prójimo más pobre y abandonado. Pero no solo eso. Son muchos los aspectos de su vida que merecen ser recuperados y valorados. Cito solo uno. Desde 1946 fue uno de los primeros promotores de los misioneros laicos a nivel europeo. En el Año Santo de 1950, Pío XII le llamó a Roma para que pronunciara, en el Congreso misionero internacional que él presidía, el discurso oficial sobre el tema "Hacia un Secretariado internacional de los movimientos misioneros laicos".
*misionero del PIME