"Los siete magníficos", alumnos de la Ciudad <br>de los Maestros.

Educados para ser "magníficos"

El primer año de una escuela de cocina muy "extraña", donde la confianza y la obediencia se aprenden con las matemáticas y la vendimia. Esto es lo que sucede en la Ciudad de los Maestros a sus siete alumnos y a esos profesores voluntarios
Valerio Lessi

Curiosa escuela donde los profesores son todos voluntarios, trabajan gratis, y además son más de cuarenta para apenas siete alumnos. Extraña escuela cuyos locales están en el taller de cocina de uno de los profesores, que los ha cedido unos meses gratuitamente. Extraña escuela que al término del itinerario formativo consigue reunir a 300 personas para que prueben, pagando, el fruto del trabajo de sus alumnos. Extraña escuela pero también buena escuela. Buena porque el curso de un año escolar ha dado lugar a algo que no estaba previsto: el cambio de los profesores y el crecimiento de los alumnos. Buena porque documenta la verdad de ese proverbio africano que tanto le gusta al Papa Francisco: «Para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo».

En Rímini, en la hermosa y gran cripta de la iglesia de San Giuseppe al Porto, transformada para la ocasión en el restaurante de "Los 7 magníficos", se vivió en una noche de mayo la puesta en escena de La Ciudad de los Maestros, un espectáculo inédito y provocador. La Ciudad de los Maestros es una escuela profesional dedicada a la hostelería y a la actividad hotelera. Dicho más sencillamente, una escuela donde los alumnos aprender a cocinar; donde, ayudados por los adultos, aprender a descubrir la inteligencia que hay en sus propias manos.

Lo explica Ida Tucci, coordinadora del proyecto: «La chispa inicial nació del deseo de crear una escuela donde el joven que se encuentra con dificultades en el aprendizaje conceptual pueda ser acogido y valorado, de modo que pueda descubrir sus talentos». Los primeros que responden a esta definición son precisamente "Los 7 magníficos": Mohamed, Jhonis, Fabricio, Marco, Michael, Matteo y Nicolò, todos con experiencias previas de fracaso escolar. «Si hubiera tenido que elegirlos yo, no habría movido un dedo por ellos», comenta Alessandro Garattoni, el chef con el que trabajan. «Ahora no perdería a ninguno, y admitiría a más. En estos meses ha crecido la confianza y la lealtad entre nosotros. Esta escuela ha sido para mí la ocasión de mejorar como profesional y como persona».

La escuela nació porque este chef ofreció sus locales. «Me sobraba sitio y me parecía una suerte haberlos conseguido tan baratos. Lo vi como un signo de la providencia, porque podían ser útiles para otros, pero al final ha sido sobre todo una ocasión para mí. Comencé pensando en hacer el bien, pero enseguida empecé a decaer. Lo que me permitió continuar fue descubrir que había una conveniencia humana para mí». Así fue el principio: «El primer día de clase les llevé a vendimiar, no como un juego sino como un auténtico trabajo. Les expliqué que de aquella uva saldría nuestro vino, para el que trabajaríamos también en las etiquetas y en la comunicación. Les pido el máximo rigor, incluso en la vestimenta, porque dar de comer es un gesto de amor a los demás. Al principio eran capaces de soportar el trabajo apenas cuarenta minutos. Ahora pueden dedicarle tranquilamente diez horas al día».

Las lecciones en la Ciudad de los Maestros siguen siempre un método concreto: nada de conceptos, mucha experiencia. Beppe Farina, ingeniero civil, para enseñar matemáticas, ha imaginado con ellos que tenían que realizar la sala de un restaurante, donde tenían que caber mesas cuadradas, rectangulares, redondas, y había que calcular el área. Así han aprendido las tablas de multiplicar. Massimo Rosetti, comerciante, les invitó a intercambiar cosas entre ellos. Uno compró hasta el Bayern de Múnich por 40.000 euros, pero mientras tanto los siete magníficos aprendieron lo que era un contrato.

«Esta escuela es distinta, porque ves que los profes te transmiten las cosas con pasión. Te enseñan cosas nuevas, experiencias nuevas, que nos serán útiles para la vida», explica Matteo. Y añade: «Al principio no quería hacer nada. Luego me di cuenta de que había algo que me gustaría hacer en el futuro, y ya no me aburro nunca». «Éramos, y somos, un grupo de gamberros. Pero en esta escuela nos divertimos y aprendemos», reconoce Fabricio. Nicolò interviene: «Antes iba a la escuela pública de hostelería, pero allí los profes lo hacen todo. Aquí, en cambio, nos implican». Mohamed recuerda con gran alegría la videoconferencia que les dio un chef desde un hotel de Praga: «Le pregunté cómo podría llegar a ser como él. Me respondió que hacen falta humildad, perseverancia y muchos sacrificios. Y en esta escuela aprendo a fiarme, a ser más humilde y a obedecer».

Un montón de anécdotas recorren este primer año de la Ciudad de los Maestros. Como castigo por una falta de disciplina, uno de los chicos fue expulsado temporalmente. Al día siguiente su hermano fue a la escuela: «¡No pueden dejarle en casa! Por fin se levantaba por la mañana con un objetivo, porque quería venir a clase». Otro día que faltaba la profesora de matemáticas, sus horas las cubrió un artesano que se dedica a hacer composiciones florales. Los chicos se interesaron mucho en la actividad y le estuvieron ayudando. Unos días más tarde, una madre desesperada acudió a la escuela porque no podía más con su hijo: «No tiene ganas de hacer nada, no sé qué hacer». El profesor sacó del armario la composición floral que había hecho su hijo, era la más bonita. «Esto lo ha hecho su hijo». Ella rompió a llorar.