El padre Mauro Lepori en Jarkov.

«Lo importante es si tú me ayudas a vivir»

Luca Fiore

Viaja continuamente para visitar a las comunidades de todo el mundo. De Perú a Vietnam, de Sri Lanka a Ruanda. Pero nunca había estado por estos lares. En Ucrania no hay monasterios cistercienses, pues aquí rige la tradición del monaquismo oriental. El padre Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de la orden, llegó invitado por algunos amigos de Kiev y Jarkov a los que conoció en el Meeting de Rímini en 2015, donde visitó la exposición dedicada al metropolita Antoni de Suroz. Durante su visita participó en un encuentro titulado “Un corazón más grande que la guerra”, dedicada a Carlo Gnocchi, y en la peregrinación por el Jubileo de la Misericordia organizada por CL el fin de semana del 1 y 2 de octubre. Antes de irse tuvo un momento para una asamblea improvisada con los jóvenes de la comunidad. Aleksander Filonenko presentó el encuentro planteándole a Lepori estas preguntas: «¿Qué es lo que has visto estos días? ¿Qué camino has recorrido para llegar a ser lo que eres? ¿Qué impacto causó en ti el encuentro con el movimiento?». La respuesta fue un testimonio que merece la pena contar.

«Estos días han estado llenos de sorpresa. Una sorpresa que no deja de sorprenderme, que siempre me asombra. Cuando llegar a cierta edad, ya no es tan evidente que esta sorpresa suceda». Luego Lepori cambió de repente el discurso: «Ayer en Suiza murió un chico. El encuentro con él ha sido paradigmático de lo que ha sido toda mi vida». Empezó a hablar de Mateo, nieto de una amiga suya, que nació hace 16 años con una grave macrocefalia. Desde que nació le pidieron que rezara por él. «Durante 14 años nunca vi a este niño, porque no se me presentaba la ocasión y también porque lo evitaba. Cada vez que me contaban cómo estaba, yo quedaba horrorizado. Hace tres años fui a Suiza a una boda y esta amiga me dijo: “Mateo llega en cinco minutos, ¿vienes a saludarlo?”». Lepori se encontraba «entre la espada y la pared», buscó una vía de escape pero no la encontró. «Nunca he rezado tan intensamente al Espíritu Santo como aquellos cinco minutos». Luego entró en la habitación de Mateo: «Era una sala muy grande y había una camita al fondo. Tuve la impresión de salir de la oscuridad y caminar hacia la luz. Nunca había tenido una experiencia así, de caminar hacia la luz de una presencia. Nunca había tenido un encuentro tan físico y perceptible con Jesucristo. Allí nació una misteriosa amistad. Él no era capaz de hablar, pero en cambio era como si estuviera en contacto permanente con él. Ayer murió, el día de los Ángeles Custodios. Me alegro de haber peregrinado con vosotros porque he podido ver lo que mantiene unido ese gesto con ese hecho».

Lepori quiso hablar de Mateo porque su encuentro con el movimiento y todas las sorpresas que vinieron después han tenido siempre la misma dinámica. Primero una resistencia, luego un abandono. Entonces el abad empezó a contar lo que le pasó la primera vez con la pequeña comunidad de CL de Suiza, hace 40 años. «Hasta entonces había pasado los 16 años de mi vida con el temor de toparme con algo que alterara mi equilibrio. Pero una noche… Encontré una alegría que nunca había sentido y de la que ya nunca he podido renegar. Ni siquiera cuando traicioné aquella amistad». Volvió entonces a su viejo amigo: «Es igual que con Mateo, la novedad del movimiento es que Cristo me sale al encuentro en la carne de la Iglesia. Toda esta sorpresa, esta alegría infinita y este amor pasan por el cuerpo real de una comunidad. De pronto entendí que no podría conservar esa alegría sin aquella carne».

Entonces Lepori confesó: «Una de las pocas cualidades que he tenido en la vida es la de entender que debía obedecer a esa compañía. Tenía que seguir a aquellas personas porque me ayudaban a seguir a Cristo». Por temperamento, siempre quiso ser la oveja que va detrás… «Cuando me pidieron ponerme al frente de mi orden, se me hizo evidente que Él me estaba pidiendo que Le siguiera así. También ahora que estoy delante de todos vosotros, Le sigo».

Después empezaron las preguntas. Kolja, que trabaja dirigiendo un coro, quiso saber si es posible, y cómo, «desarrollar el don del asombro» ante las cosas que nos pasan. «Lo que impide maravillarse es la presunción, pero lo que me salva es la tristeza, la insatisfacción del corazón que no se aquieta más que cuando reposa en Él. A los 16 años, mi tristeza se vio sorprendida por un encuentro, pero con el tiempo te das cuenta de que el asombro puede permanecer abierto gracias a una disciplina de oración, fidelidad, compañía. Te das cuenta de que la sorpresa se puede pedir…».

Francesca, que acaba de terminar sus estudios en la Universidad Católica de Milán, contó que llevaba poco tiempo en Kiev y después de unas semanas se había dado cuenta de que el entusiasmo del inicio empezaba a dar paso a una cierta aridez. «¿Cómo se puede alimentar el asombro en la vida cotidiana?». Lepori utilizó aquí una imagen realmente sorprendente: «Para ver salir el sol hace falta la noche, un horizonte. Hace falta la tierra. En el espacio no veríamos salir el sol. Pensad en María, que estaba allí haciendo quién sabe qué. Y llegó el ángel. Si María hubiera sido un ángel, no habría habido carne para encarnarse. La sorpresa de la encarnación es la de la vida cotidiana: Dios se hace hombre y habita en Nazaret. Algo tan grande que hasta los ángeles corren para verlo. Porque ellos, en el cielo, no tienen una sorpresa como esta. Esta es la belleza de la vida cotidiana. Solo el cristianismo da esta intensidad de vida».

Alesha, 32 años, contó que había acompañado al padre Mauro en su visita a las grutas del monasterio de las Cuevas en Kiev. Por los largos túneles excavados en la roca se conservan los cuerpos de muchos santos monjes ortodoxos. «Ese lugar yo lo doy un poco por descontado, pero cuando hemos ido contigo y he visto cómo te has arrodillado, cómo te has puesto a rezar… ¿Qué es para ti este encuentro con la ortodoxia?».

Llegados a ese punto, el padre Mauro pareció acordarse de que estaba delante de un grupo de gente de CL pero de mayoría ortodoxa. «Yo he conocido a grandes monjes que me han ayudado a rezar. Que me han enseñado a repetir la oración de Jesús, me han introducido en la belleza de la liturgia, en la veneración de los iconos. Al final de la regla de san Benito se dice: aquí no lo encontraréis todo, debéis buscar a los padres. Porque la vida cotidiana debe ser alimentada. En mi camino como hombre y como monje he conocido a hombres que me han alimentado. Me ayudan siempre. Igual que me han ayudado los padres cistercienses. Pero hay un nivel en el que ya no me planteo la pregunta de si eres ortodoxo o católico. La cuestión es si me ayudas a vivir. Si me ayudas a hacer memoria, a amar más a Cristo, a profundizar en la caridad fraterna. Es un gran don. En el fondo, la tradición es una. El Evangelio y Jesucristo. Nos ayuda quien nos devuelve continuamente a estas fuentes».

Las sesenta personas que estaban presentes seguían en silencio. Luego el padre Mauro reconoció estar sorprendido y conmovido. «Me gustaría volver a veros. Volved a invitarme». Alguien respondió: «No lo tendrá que decir dos veces…».