La peregrinación en Soria.

«Sin misericordia no hay camino»

Davide Perillo

«¡Qué gratitud sin fin por Su misericordia a lo largo de todo este año!». Al oír las palabras con las que Julián Carrón comenzó su intervención, eché un vistazo a la gente que tenía alrededor –hombres y mujeres, ancianos y niños, personas con discapacidad, familias enteras, grupos de estudiantes– y pensé que tenía razón, el camino solo puede empezar a partir de aquí, de una gratitud infinita porque existe el camino.

Sábado 1 de octubre. En la explanada del Santuario de Caravaggio se dan cita veinte mil personas, igual que las tres mil que se congregaron en Soria, así como en Filipinas, en Siberia, en Jerusalén, Taiwán, Kenia, Nigeria, Portugal y tantos otros lugares del mundo donde el movimiento de Comunión y Liberación está presente. Un gesto común para comenzar el curso en el Año jubilar de la Misericordia que toca a su fin el próximo mes.

«Mendigos de misericordia», señalaba Carrón, recordando el lema de la peregrinación, tomado de una afirmación del Papa Francisco: «Señor, yo soy un pecador: ven con tu misericordia».

Un gesto sencillo e intenso. Cantos, lecturas, silencio y el rezo del Rosario.

Carrón, partiendo de esa gratitud, cita al Papa: «En medio de nuestros pecados, nuestros límites, nuestras miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. ¿A quién? A mí, a vos, a vos, a vos, a todos. Cada uno de nosotros podrá hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia». Abrazando toda nuestra impaciencia y nuestra poca disponibilidad «a escucharnos, sin darnos tiempo para comprender el cambio de época que estamos atravesando». Y nuestros pecados, también entre nosotros, enumerados sin censura: «ataque a la unidad de una experiencia que nos precede; predominio de las contraposiciones de ideas sobre la pertenencia vivida; vaciamiento de la ontología del hecho cristiano hasta identificarlo con un conjunto de ideas y reglas definidas por nosotros; reducción del carisma a inspiración…».

En cada palabra, una herida. Pero incluso desde ahí se puede volver a empezar, de esa herida. De la conciencia de «reconocernos pecadores, porque solo cuando no reducimos nuestro mal, mucho más cuando no lo justificamos, podemos darnos cuenta de la novedad de Su misericordia».

Estamos aquí «para mendigar la conversión de nuestro corazón, es decir, una mirada verdadera sobre nosotros mismos que nos permita retomar el camino», nos recordó Carrón. ¿Y cómo responde Cristo a esta necesidad tan radical? Volvamos a mirar a la Magdalena, cómo irrumpió en su vida ese «rostro que rompe la corteza de nuestro egoísmo», como decía don Giussani. Porque «para abrir una grieta en la corteza de María, Dios no usa la violencia. Es un rostro lo que suscita y estimula su amor. Lo único adecuado para desafiar la libertad de aquella mujer».

Un rostro que suscita amor, que llama y solicita a nuestro yo con ternura y fuerza a la vez. «Cristo responde a nuestra necesidad ilimitada plegándose a pasar a través de la libertad. A nosotros nos corresponde acoger su misericordia incondicional». Que a veces llega de donde menos te lo esperas, como observó Carrón leyendo una carta de un profesor que había quedado impactado por una simple pregunta de un alumno: «Pero, ¿qué te pasaba ayer?». Había llegado a clase preocupado por otra cosa y se encontró delante ese rostro que le devolvía «la urgencia de estar presente en cada instante».

Un rostro. Sin esta presencia que nos mira así, el camino sería imposible. «Sin misericordia no hay camino», prosigue Carrón. «Lo sabemos muy bien: ninguna relación tendría posibilidad de durar sin perdonar y sin ser perdonados. Lo que puede hacernos vivir no es un discurso sobre la misericordia», sino «un abandono». Como Pedro y su sí. «No entiendo cómo se puede pensar en hacer un camino sin volver al sí de Pedro», dijo Carrón. «Si no, ¿cómo podremos volver a empezar? Solo podremos retomar el camino si Él nos vuelve a pegar a sí». Solo así podemos entender que, como decía don Giussani, «la misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio, es el Misterio del que proviene todo, que lo sostiene todo, en el que todo va a terminar». Solo el que cede a este abrazo «puede vencer la lucha contra la pretensión de autonomía».

Entonces se vuelve a abrir el camino de par en par. El camino personal de cada uno: el mío, el tuyo. Y con él la gran tarea que nos espera, allí donde estemos: la misión. «El mundo fue conquistado para el cristianismo, en última instancia, por esta palabra que lo resume todo: “misericordia”», recordó Carrón citando de nuevo a don Giussani. Esa es «la verdadera revolución, la única que no necesita más poder para llevarse a cabo», que permite encontrar y vivir nuevas formas de testimonio. Es lo que el Papa (Francisco, pero también Benedicto) nos recuerda continuamente. Por eso «nos conviene seguirlo»; añadió Carrón. Porque «no se cansa de reclamarnos a la posición justa frente al mundo, que tiene una necesidad ilimitada de encontrar a Aquel que está entre nosotros: “A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El Señor no es una idea, sino una persona viva».

Una persona viva. Como la que se encontró el bachiller autor de la carta con la que Carrón terminó su intervención. Un «joven amigo» que con una «sencillez desarmante» narra un encuentro que vuelve a suceder y describe la necesidad que tiene de esa mirada, de ese lugar. «Fue a través de esa experiencia arrolladora como yo presentí, a través de personas y hechos, que existe un lugar en el que toda mi sed de verdad es mirada con sinceridad, y donde yo soy “más yo”, porque hay Uno que me ha llamado amigo», escribe el joven. «Pidamos a la Virgen esta sencillez de corazón para ser grandes como niños que saben a dónde van», concluyó Carrón.