¿Belleza en el dolor?

Un provocador diálogo sobre el sentido del dolor, una experiencia de la que ninguna vida se libra, con Manuel Valdivia, farmacéutico, y Eduardo Redondo, médico especializado en apartado digestivo
Ángel Misut

Dice Julián Carrón, en la conclusión de La belleza desarmada, que «ni siquiera nuestro mal puede arrancar de nosotros la alegría». E insiste: «La alegría es como la flor del cactus, es capaz de generar algo bello en una planta llena de espinas».
En la Casa de San Antonio estamos acostumbrados a enfrentarnos con situaciones muy duras. Todas las personas que acuden a nosotros llevan colgado a su espalda un enorme drama –demasiadas veces con tintes de tragedia– a modo de aquellos muñequitos de papel que el día de los Santos Inocentes se colgaban en la espalda de los despistados.
Mujeres que han sido abandonadas tras sufrir procesos de violencia, las más de las veces inmigrantes. Hombres que, como consecuencia de una mala racha, han sido dominados por adicciones que se han apoderado de su voluntad, llevándolos hasta la incapacidad más absoluta. Humanidades derrotadas, casi ausentes. En la mayoría de los casos personas que se han quedado en la cuneta, que han sido descartadas. Ante este panorama, las palabras de Julián Carrón constituyen una provocación que nos ha revuelto hasta el límite de tener la necesidad de verificarlas.

«¿Cuál es nuestra tarea en el mundo? Ser presencia, hacer presente a Cristo allí donde somos llamados a vivir». ¿Realmente Cristo es la respuesta? Nos ponemos manos a la obra y pedimos ayuda a dos amigos que están en esta pelea, que no bajan la guardia y son reconocidos como una presencia original por todos los que les conocen.

Manuel Valdivia, Lolo para los amigos, es farmacéutico, casado y con cinco hijos. La dificultad, el dolor y la tragedia son asiduos visitantes de su botica. Eduardo Redondo es médico, especialista en aparato digestivo y dedicado por entero a la endoscopia avanzada, está casado y tiene tres hijos. Como después reconocería en su intervención, la lucha contra el cáncer domina su actividad profesional, por lo que el dolor y la muerte se han convertido en viejos conocidos con los que se mide continuamente.

Desde sus primeras palabras, ambos contertulios captan toda la atención del auditorio, que permanecería la hora y cuarto de encuentro con los ojos muy abiertos y en absoluto silencio, señal inequívoca del impacto que las palabras de los ponentes estaban provocando.
Son dos intervenciones tan potentes que merecería la pena transcribirlas en su totalidad y ensimismarse con su lectura, pero la situación requiere algo de síntesis y por ello me limitaré a entresacar algunas de sus frases.

Abre el fuego Lolo para mostrarnos cómo su pertenencia a la Iglesia y al carisma de Comunión y Liberación le ha ido educando para tratar de situarse ante los acontecimientos de su vida con religiosidad, y lo hace con dos relatos distanciados en el tiempo, pero que denotan una clara evolución en cómo afrontar los problemas.
El primer suceso se concreta en una reforma realizada en la óptica de la que era titular. «Me la hicieron mal, y como era joven, emprendedor y apasionado, puse verde al contratista y al albañil que me hizo la obra le sentó muy mal y una tarde se presentó en la farmacia y me dijo que me tenía que arrancar la cabeza, que como me pillara me mataba. El pobre hombre se fue, me quedé chafado en mi orgullo y en mi rencor, este sentimiento no se iba, yo a este tipo lo tenía que hundir, tarde o temprano, por lo que me había hecho, presentarse en mi casa para amenazarme, tenía que ser restaurada mi dignidad».
El segundo es reciente, pero se inició hace unos meses con un atraco. «Entró un hombre con una pistola y empezamos a dar voces, a corretear por allí y el hombre decía: “tranquilos, tranquilos porque vuestra vida vale más que lo que yo me voy a llevar”. E inmediatamente se me pasó por la cabeza el recorrido vital que había tenido en los últimos años. Este hombre, se llama Antonio, dijo lo mejor que yo podía haber escuchado ese día. Hace unos días fue el juicio de Antonio. Fue precioso. Entró esposado, estaba menos demacrado que cuando entró en la farmacia, es pequeño pero yo lo recordaba más grande, más impetuoso y en el juicio lo vi pequeño, asustado, huidizo pero absolutamente enternecedor. Cuando entramos en la sala el fiscal me pidió que contara lo que había pasado. Para mí Antonio es un compañero de camino, no es un atracador, no es escoria, no es un drogadicto, es un compañero de camino y yo hablaba de Antonio llamándole por su nombre. Al fiscal le llamó tanto la atención que me preguntó si le conocía de algo, y le dije que no, que cuando entró en la farmacia era la primera vez que lo veía y me preguntó: ¿por qué le llama Antonio? “Pues porque es su nombre”, respondí. Cuando nos íbamos le pedí al juez algo que es de otro mundo que salga por mi boca; le dije que en la medida que fuera posible que la pena que le tuviera que imponer fuera para que Antonio pudiera tener la misma oportunidad que yo, que pudiese restablecer la humanidad y no se sintiera atracador, escoria… En ese momento Antonio agachó la cabeza y salí de la sala respirando a pleno pulmón porque entendí que la misericordia es de otro, la misericordia que el Señor ha tenido conmigo para poder vivir esta circunstancia, que es hostil, como parte de mi camino, como una gracia».

Eduardo Redondo comienza reconociendo que dedica más de un 50% de su trabajo a enfermedades que no tienen curación, «esencialmente el cáncer contra el que luchamos con denuedo pero, como bien sabemos todos, no siempre conseguimos vencer».
Eduardo advierte que no fue hasta que tuvo en brazos a su primer hijo cuando comenzó a tener problemas con el sufrimiento, con el dolor humano. «La gente sufría a mi alrededor, pero una inconsciente sensación de invulnerabilidad y la ansiosa rueda de la vida me permitían vivir sin que el sufrimiento de los otros me afectase más que un rato, que rápidamente censuraba. Pero cuando vi a mi hijo abrir los ojos, todo mi universo aparentemente perfecto se desmoronaba mientras la mirada llena de dolor e incertidumbre de mis pacientes cobraba rápidamente vida, porque ya existía uno en este mundo cuyo dolor se me hacía incomprensible, intolerable para mí, y yo tenía que justificar ante mí mismo y ante mi hijo las auténticas razones para la Esperanza, para la alegría durante toda su vida. La posibilidad de contemplar la belleza en el dolor es la posibilidad de contemplar la belleza de la vida, porque el dolor es seguro, altamente probable al final de la vida, y si no puedo ver en este una belleza, una esperanza, la vida es un tránsito hacia un inmenso agujero negro, oscuro, y completamente trágico».

Eduardo va documentando esta certeza con ejemplos concretos vividos con personas concretas que han pasado por sus manos y con las que en un determinado momento ha tenido que afrontar una situación sin esperanza clínica, pero en las que se pone en juego su pertenencia: «Independientemente de que el resultado final del desafío cueste la vida o sea una prórroga, porque la curación es siempre una prórroga, o Cristo es la respuesta, o nada tiene sentido. O la perfecta maquinaria de la fisiología humana tiene un creador, un porqué y un destino, o todo es un absurdo, una burla del todo increíble y absolutamente intolerable».

Nuestro invitado da un respiro al auditorio apoyándose en unos versos de los poetas Philip Larkin y Christian Wiman, para de nuevo meterse en harina con otra experiencia impactante: «un varón musulmán, ataviado con una chilaba raída, barba de chivo, vagando pacientemente por la sala de Aparato Digestivo. Me habían contado la historia. Un hombre que, a la desesperada, se había subido a una patera hacia España, desde Argelia, con la esperanza de que su hijo, de 25 años, enfermo de cirrosis hepática, fuese trasplantado de hígado en el rico occidente. El chico, tan increíblemente joven como desafortunado, estaba terriblemente enfermo, de un problema adquirido en su más tierna infancia, y había ingresado en una vieja habitación triple. Presentado en la comisión de trasplantes del hospital se rechaza la posibilidad de trasplante por motivos obvios: extranjero, de un país donde el control de la medicación inmunosupresora iba a ser muy probablemente inexistente. Ante esto, el chico queda allí ingresado a la espera de una muy improbable mejoría. Creo que pasaron tres meses. Su cirrosis autoinmune estaba en una situación irreversible y solo su fortaleza, su juventud, hicieron que resistiese ese tiempo. Algún paciente al que operé, que tuvo la suerte de caer en la cama de al lado, pidió el alta voluntaria antes de tiempo por no pasar la noche junto a los moros, y el padre durmió cada noche con solo una manta en el suelo, soportando estoicamente el calor del verano de Granada y más de un prejuicio. El desenlace inexorable finalmente sucedió, y yo estaba de guardia. Acudí a certificar la muerte y hablar con los familiares y el padre solamente dijo: “Agradezco todo lo que han hecho, el excelente trato a mi familia y a mi hijo, soy consciente de que esta vida es un camino que no termina aquí y estoy seguro de que mi hijo está ahora en un lugar mejor”. Dijo esto con una serenidad impresionante, con una tranquilidad no exenta de un dolor profundo, que dejó al traductor, a mi residente y a mí mismo abismados, con un sentimiento muy distante a lo que el mundo llama felicidad, pero sí en el que se hacía palpable la Esperanza. Le tomé las manos y conmovido le dije que mis oraciones de ese día serían por su hijo y toda su familia».

Fuera de la habitación, el joven residente que le acompañaba, «un buen chico inserto completamente en la modernidad», le dice directamente que envidia profundamente la certeza, la seguridad sobre el sentido de la vida que nos aporta la fe auténtica, y que siente alegría al ver su capacidad para ver un horizonte inmenso y bello hasta cuando nos estamos ahogando en el pozo.

Se suceden otros casos que vienen a preparar el corolario final de su intervención. «Cuando el dolor se hace presente, Jesús, arrodillado en Getsemaní, está a mi lado delante de cada uno de mis pacientes, me permite poder mirarlos a los ojos con verdad, acompañarlos siempre, de la mano, hasta donde sea preciso en un camino humanísimo, que genera una belleza sin parangón, porque el Autor de la vida se hace presente en el dolor, y sostiene nuestra cruz en el camino hacia la verdadera Vida».
Después vendría un animado diálogo entre los asistentes y los dos contertulios, dominado por la misma intensidad y atractivo.