Ese amor al hombre, que es propio de Cristo

Luigi Giussani. Su vida
Javier Prades

Recuerdo todavía una comida en la casa de Gudo Gambaredo, donde don Giussani vivió hasta pocos años antes de morir. Aquel día estábamos allí un grupo de personas como invitados suyos. En un momento dado me paré a mirarle y me dominó este pensamiento: toda la riqueza y la humanidad que resplandecen en este momento ante mis ojos se han ido desarrollando a lo largo de una vida; hacía falta una vida entera para que este hombre alcanzara una madurez así. Era una trama de factores que a mí se me escapaban en aquel instante pero que era imprescindible para entender lo que tenía ante mis ojos.

Este pensamiento se me quedó impreso, como sucede con ciertas provocaciones que entran en lo más profundo de nuestro corazón y permanecen a la espera de desvelar su significado. Leyendo el libro de Alberto Savorana, aquel episodio volvió a mi mente, porque leer sus 1.400 páginas es como entrar en esa riqueza, inmensa como el desvelarse de la trama de una vida, la riqueza que se expresaba en la humanidad concreta de aquel anciano sentado a la mesa con nosotros.

Al ir leyendo el libro, uno se convierte en protagonista junto a Giussani. No es posible quedarse fuera como un simple espectador. Justamente por esa mezcla de gestos, crónicas, hechos e intervenciones de don Giussani, a medida que uno avanza en la lectura se encuentra involucrado en el debate, el intercambio, la interlocución con lo que se cuenta en los distintos episodios.

Lo primero que salta a la vista en este libro es que describe la experiencia de un amor. Sin duda el primer amor es el de Cristo, el amor de Cristo por Giussani; y también el amor de Giussani por Cristo. Desde este punto de vista, la primera página de la introducción propone una perfecta clave de lectura: no podemos reconocer la pasión de este hombre, que refleja la pasión de Dios por él, si no es en su pasión por Cristo: «Cristo, este es el nombre que indica y define la realidad que he conocido en mi vida. A la vez que Cristo se ha metido en mi vida, mi vida se ha metido en Cristo, justamente para que yo aprendiese a comprender que Él es el punto neurálgico de todo, de toda mi vida. Cristo es la vida de mi vida. En Él se resume todo lo que yo quisiera, todo lo que busco, todo lo que sacrifico, todo lo que se desarrolla en mí por amor a las personas que me ha puesto al lado».

La segunda sugerencia es que el amor de Cristo no es simplemente de “Cristo”, sino de “Cristo presente”. Esta sutil diferencia es determinante en la vida, como se puede ver cuando don Gius entra en acción en el Liceo Berchet de Milán (capítulo 7). Mediante el testimonio de los alumnos se reconoce esa batalla que lleva de Cristo, concebido de modo abstracto, a Cristo presente, a la presencia de Cristo. Como Giussani tiene esta experiencia, puede darse cuenta del declive de la experiencia de Cristo en cuanto acontecimiento, de Cristo como “presencia presente”. De ello dio testimonio cuando se encontró frente al debilitamiento de la tradición viva de la Iglesia, que ya en los años 50 presentaba los primeros síntomas de empobrecimiento.

El primer contacto con los alumnos en el Liceo hizo emerger de forma evidente ante los ojos de Giussani tres factores que ya había percibido años atrás: «ante todo “una falta de motivación última de la fe”; en segundo lugar, una “falta de incidencia de la fe en el comportamiento social en general, y en el ámbito escolar en particular”; y en tercer lugar, “un clima que decididamente generaba escepticismo y que dejaba campo libre al ataque a la religión por parte de determinados profesores». Don Giussani maduró este juicio en el Berchet, y lo retomó a lo largo de su vida al encontrarse con las generaciones sucesivas.

Comenzó así un itinerario educativo que hace posible reconocer a Cristo presente, un itinerario que valora la experiencia y que honra a la razón. En este sentido resulta significativo el parangón entre dos capítulos del libro: el capítulo 8, donde se presenta El sentido religioso en la edición de 1957; y el capítulo 33, donde se vuelve al mismo libro, que cuarenta años después se presenta en la ONU. Con cuarenta años de diferencia, lo que era inicialmente un libro concebido para estudiantes de enseñanza superior se había convertido en una obra maestra con la que se medían distintas personalidades del mundo entero. Al leer estos dos capítulos juntos se puede sentir un eco de su pensamiento original sobre el sentido religioso.

En el capítulo 10 del libro encontramos un rasgo de la figura de Giussani que siempre me ha acompañado, desde que le oí hablar de ello: la idea de la vida como vocación. Precisamente en virtud de esta concepción educativa nace la posibilidad de vivirlo todo en relación con el Misterio, y por tanto aparece la posibilidad de una experiencia afectiva en la relación con las cosas. En un texto de 1958, dice Giussani: «Dios llama: la luz, la tierra, las cosas todas están, por así decirlo, constituidas por la llamada de esa voz potente que rompe el silencio infinito de la nada. Dios me ha llamado de la nada. Entre miles de millones de seres posibles, Él ha elegido, y me ha llamado a mí. Mi vida está constituida por esa llamada. Mi vida es una Voz que me llama. Esta es, pues, la idea-fuerza que anima la concepción cristiana de la vida: la vida es vocación». No es de extrañar que en el capítulo donde se encuentra este fragmento aparezca enseguida la referencia a los Memores Domini - la percepción de que la fe, precisamente porque mantiene la vocación del hombre en la totalidad de sus factores, puede llegar a sostener la dedicación total a Dios. Esta es una de las contribuciones que todavía tendremos que entender y sobre la que habrá que profundizar con el tiempo, aunque había sido formulada por don Giussani en sus términos esenciales ya en los primeros años.

Frente a una experiencia tan atractiva, frente a una conjunción de factores tan ricos, podríamos pensar que ya hemos sido vencidos, que hemos cedido de una vez para siempre. Sin embargo, mirando la propia vida, uno se da cuenta de que persiste una resistencia a dejarse aferrar totalmente por Otro. A menudo veo en mí esta resistencia ante la belleza, ante la verdad. Quien reconozca en sí mismo este riesgo podrá dialogar con el libro de un modo aún más estimulante.

¿Cómo ha podido el Misterio vencer nuestra resistencia, no solo una vez sino tantas veces como haya hecho falta? Es necesaria una correspondencia inconfundible en acto. ¿Y cuál es el rasgo más propio de una correspondencia así? ¿Qué es lo que nos puede conquistar una y otra vez? La sobreabundancia, es decir, la experiencia de que hay “algo más” dentro del ser. Emerge esa sobreabundancia en la humanidad de don Gius, ese "algo más" de vida –social, económica, política– que se refleja en las páginas del libro casi como un “derroche”, para ganarnos, para persuadirnos, para hacer irresistible nuestra adhesión desde el punto de vista de la razón y arrastrar así nuestro afecto. Hay momentos en los que uno se detiene en la lectura, y se sorprende por el modo en que don Giussani aceptó un sacrificio amoroso de tal calibre para conquistar a aquellos con los que se encontraba. Al final del libro, el índice de nombres ocupa 15 páginas repletas, con cientos de nombres, no precisamente de desconocidos. Son nombres de cincuenta años de la vida de Milán, pero también de la de Italia y la de muchos países del mundo. Volvemos a sorprendernos al pensar que “hacía falta” un hombre con una humanidad tan inexplicablemente rica para que encontrásemos a Cristo presente.

Los últimos años y la enfermedad tienen una fuerza particular en el relato. Se tratan desde el capítulo 32 en adelante. Frente a la enfermedad no hay atajos, y a medida que uno va envejeciendo le interesa mucho entender cómo terminará concretamente su historia humana. La contraprueba de la sobreabundancia de vida está precisamente, a mi juicio, en el modo en que él, siendo ya un anciano enfermo, se “agigantó” –si se me permite decirlo así– ante nuestros ojos.

Para terminar, tan solo dos observaciones. Sin duda, leer este libro es volver a encontrarse con Giussani, y me alegro de que quienes le conocieron mucho antes que yo reconozcan a “don Gius”, tal y como era, pero también es verdad que leer este libro es la ocasión de reencontrarse con uno mismo. El libro nos deja muchas veces en silencio: al leerlo, en ciertos momentos uno tiene que pararse y hacer una comparación entre lo que está escrito, lo que dice y hace Giussani, y nosotros mismos. No podemos preguntarnos quién es Giussani sin preguntarnos al mismo tiempo quiénes somos nosotros; y por tanto qué hacemos con el bien que hemos recibido en la amistad con él.

Una última observación. Este diálogo inevitable con Giussani no es un mero recuerdo, sino que sucede dentro de una relación presente, dentro de las relaciones presentes. Sería una triste condena llegar al final del libro y tener que contentarse con el recuerdo y por tanto con la nostalgia. Será por tanto muy interesante sorprenderse en acción dentro de las relaciones que nos permiten que no se pierda la sobreabundancia que este libro nos testimonia, para crecer en ella. Una vez Giussani dijo en una casa de Memores Domini: «Os deseo una cosa que me ha sucedido a mí: que tengáis que aprenderlo todo a partir de las relaciones que establezcáis, que Otro establece para vosotros, aprenderlo todo de las relaciones que vivís». Es lo mejor de leer este libro, poder descubrirlo ahora, dentro de relaciones que nos permiten aprenderlo todo.

Cuando predicó los que serían sus últimos Ejercicios Espirituales, al hablar de Cristo “todo en todos”, retomó una canción de Giorgio Gaber que dice: «La pertenencia no es un estar juntos casual de personas, no es el consenso de una aparente agregación, la pertenencia es llevar a los otros dentro de sí». Y Giussani, preguntándose cómo sucede este “llevar a los otros dentro de sí”, añadió otra frase de Gaber: «Estoy seguro de que mi vida cambiaría si pudiera empezar a decir “nosotros”». Don Gius prosigue y dice: «¿Qué es este nosotros que nace? ¿De dónde viene? Nace de Dios, nace de Cristo en el Bautismo y toma nuestra vida». ¿Cómo se manifiesta –volvía a repetir en aquella meditación–, cómo se manifiesta este ser tomado por Cristo que te hace capaz de un nosotros?: «Esta pertenencia quiere decir vivir la experiencia del padre». Giussani invita a cada uno de nosotros a redescubrir la grandeza, que no es un rol sino una condición para vivir, sea cual sea la forma de vocación que cada uno abraza. Y añade: «Que podáis vivir la experiencia del padre, padre y madre. Os lo deseo a todos los responsables de vuestras comunidades, pero también a cada uno de vosotros porque cada uno debe ser padre de los amigos que tiene, debe ser madre de la gente que tiene, no dándose aires de superioridad sino con una caridad efectiva; padres y madres de todos aquellos que uno encuentra».
No veo mejor modo de explicar qué es ese “cien veces más en esta vida” del que habla el Evangelio.