De prestado

ABC
Luis Ventoso

Salvo dramáticas y tristes excepciones, durante muchos años de vida, en la feliz ligereza de la juventud, ella no existe. La parca, digo. Y menos todavía en una sociedad que ha arrumbado el tan humano velorio aldeano, donde llorar, rezar –y soplar– eran muestras palpables de que algo importaba el involuntario y silente protagonista de la reunión. La muerte hoy está escondida. A este paso, acabaremos mandando a los allegados a un horno vía Amazon y el único velatorio se celebrará en Facebook. Las fachadas de los tanatorios guardan una extraña familiaridad con las de los últimos bingos. La propia extraña palabra, «tanatorio», semeja un eufemismo burlón, que juega a ponerse la careta de «sanatorio», la esperanza de una cura. De jóvenes somos –nos sentimos– inmortales. Morirse simplemente no forma parte del plan. Es algo que les sucede a otros. Se hace el cafre sin miedo: la conducción rápida y bolingas tras un cenorrio; el salto de cabeza desde aquella roca contra un mar de poco calado (que ella está mirando la proeza); dos paquetes de rubio, copas, y a la mañana siguiente, un par de ibuprofenos, unas gotitas de colirio, un Red Bull y a seguir con la eternidad. Todo cambia en la cuarentena. El primer aviso es la muerte de un padre o una madre, que de repente varía las cartas: ya eres el primero de la hilera. La implacable finitud, de la que solo te acordabas en el cine, empieza a venirte a la mente muchas veces, de la manera más inesperada. Son flashes fugaces, que todavía espantas rápido, como quien aleja a un moscón insidioso, pues como dice un amigo, «si pensásemos en serio en la brevedad del existir nos sumiríamos en la parálisis y el abatimiento» (bueno, tomando unas cañas la verdad es que no lo suelta tan fino, lo que apunta es que «si de verdad tuviésemos presente que tarde o temprano vamos a palmarla, nos entraría tal bajonazo que ni saldríamos de la piltra»). Un ciclista sale a hacer un poco de deporte. El coche de un cabrón que retorna ciego de la noche lo arrolla y lo mata. ¿Quién esperaba la muerte en un concierto para adolescentes en Mánchester, o en una cena grata de verano en el Borough Market? La lotería de una biopsia... y un cáncer. Las familias que se fueron tranquilas a dormir en esa torre-trampa de Londres para no volver más. En sus últimos momentos, horribles, sabedores de que ya no había salida, casi todos hicieron lo mismo, despedirse con amor y/o con Dios en la boca. «Te quiero. Reza por mi». Más del 40% de los ingleses se declaran ya agnósticos. Libros como el (excelente) ensayo best seller «Sapiens» son máquinas de crear ateos. Pero un mundo sin Dios, sin una leve esperanza en el inexorable minuto final, parece un espanto insoportable. La muerte de un can. Un paso sin huella por una trituradora de anónimos. Hemos aparcado a Dios. Algún filósofo, tan loco como eminente, hasta lo dio por muerto. Pero cuando toca mirar de frente a la que no queremos ver, ahí... Si no existiese habría que inventarlo. Con urgencia.