La fascinación de su indefensa belleza

PÁGINA UNO
Julián Carrón

Apuntes de la Asamblea con los Responsables de Comunión y Liberación en Italia. Pacengo de Lazise (Verona), 15 de febrero de 2015

«Pero nosotros, cristianos, ¿creemos todavía en la capacidad que tiene la fe que hemos recibido de provocar un atractivo en aquellos con los que nos encontramos y en la fascinación victoriosa de su indefensa belleza?» (J. Carrón, «La sfida del vero dialogo dopo gli attentati di Parigi», Corriere della Sera, 13 de febrero de 2015; publicado el 18 de febrero en ABC con el título «Tras París, Copenhague: El desafío del verdadero diálogo»). No tenemos que dar por descontada esta pregunta. Cada vez que ante esta o cualquier otra situación nos preguntamos qué tenemos que hacer, demostramos que todavía no hemos respondido a esta pregunta. Nada lo acredita más que este “¿qué hacer?”. Tenemos una cosa que hacer, solo una: convertirnos, dejarnos conquistar por esa fascinación, que es la única razón por la que estamos aquí. Todo lo demás es consecuencia. El atractivo de la fe, la fascinación de su indefensa belleza, nos conquistó en un determinado momento, como recordaba ayer el Evangelio: «Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino [Indefensos, sin otra cosa que llevar en los ojos, en cada fibra de nuestro ser, que lo que nos ha conquistado] […]. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos [es decir, llevad la novedad que cura cualquier enfermedad de aquella casa; no es una exageración: cuando uno, cambiado, entra en una casa, cura las enfermedades] […], y decidles [una vez hayan sanado, porque solo entonces pueden entender]: “El reino de Dios ha llegado a vosotros”» (Lc 10,3-9). Las personas podemos comprender el contenido de este anuncio cuando sucede un acontecimiento. Primero sucede y después se comprende; precisamente porque sucede, se comprende. Si este ha sido siempre el método, hoy es todavía más decisivo. Pero –don Giussani nos lo ha dicho siempre– lo que nos pasa es que, sin darnos cuenta, en el momento menos pensado, es como si cambiásemos esta fascinación por otra cosa.

En 1982, durante los primeros Ejercicios de la Fraternidad tras su reconocimiento pontificio, don Giussani decía: «Os habéis hecho adultos: mientras que demostráis vuestra capacidad humana en vuestra profesión, existe –puede que exista– una lejanía con respecto a Cristo (con respecto a la emoción de hace años, sobre todo de ciertas circunstancias de hace años) [es decir, no existe ya la conmoción del principio, ni el deseo de comunicar, no existe la emoción que existía hace años]. Existe, excepto en ciertos momentos, como una lejanía de Cristo. Quiero decir que existe una lejanía con respecto a Cristo salvo cuando os ponéis a rezar [que muy a menudo es como un añadido]; hay una extrañeza con respecto a Cristo salvo cuando, digamos, lleváis a cabo obras en Su nombre, en nombre de la Iglesia o del movimiento [y con ellas, como dijo el cardenal Ratzinger, en múltiples ocasiones podemos encubrir esa extrañeza]. Es como si el corazón estuviese lejos de Cristo. Con el viejo poeta del Risorgimento italiano podríamos decir: “En cualquier otro asunto muy a gusto empeñado”; nuestro corazón está como incomunicado o, mejor, Cristo permanece como aislado del corazón salvo en los momentos de ciertas obras (un rato de oración o de compromiso, cuando se celebra un encuentro comunitario o hay que llevar una Escuela de comunidad, etc.). Esta lejanía del corazón con respecto a Cristo, exceptuando ciertos momentos en los que Su presencia obra de forma manifiesta, genera también otra lejanía, que se revela como un obstáculo insalvable entre nosotros –incluso entre marido y mujer–, como un mutuo obstáculo último. […] La lejanía del corazón con respecto a Cristo hace que uno sienta el fondo último de su corazón lejano del fondo del corazón del otro, excepto en las cosas que hacen juntos (hay que sacar adelante la casa, atender a los hijos, etc.)» (L. Giussani, «La familiaridad con Cristo», Huellas, n.2/2007, p.2). Y entonces, cuando llegan los retos de la vida, nos agobiamos porque “algo tenemos que hacer”, como se dice. Pero esto no sirve; y no sirve porque nos hallamos ante el derrumbamiento de las evidencias del que hablábamos hace meses, metidos en ese crisol de culturas, religiones, visiones del mundo tan distintas que llamamos «multiculturalismo». En este contexto, el espacio de libertad que es Europa está amenazado por quienes quieren imponer con violencia su visión de las cosas, como habréis visto esta mañana en las primeras páginas de los periódicos sobre lo sucedido en Copenhague. Me pregunto: quienes nos conocen por vez primera, ¿encuentran en nosotros algo que despierte su humanidad, algo capaz de desafiar su razón y su libertad? En muchos reina «una inmensa nada», «un vacío profundo». Hoy vemos hasta qué punto es cierto que no hay otra evidencia que no sea esta nada, porque no hay nada que atraiga suficientemente a las personas; por eso, tantas veces, la vida termina en violencia. Cada uno de nosotros –y nuestra sociedad– estamos ante esta nada, y cada intento de respuesta tendrá que comprobar si es capaz de disminuir este vacío. Todo lo demás es distracción.
Como dice don Giussani, la primera batalla se juega en nosotros. Si hemos perdido el atractivo de la fe, después de haberlo conocido, si nuestro corazón está separado de Cristo, ¿qué podemos ofrecer a los demás? Si ese atractivo no resplandece más en nosotros y a través de nosotros, si nuestro corazón se ha alejado de Cristo, ¿pensamos de verdad que podremos responder a la situación descrita haciendo cualquier otra cosa? Con la agudeza que le caracteriza, don Giussani nos corrige de nuevo y hoy nos dice también: podemos estar aquí, comprometidos con muchas cosas, pero el atractivo ha desaparecido, el corazón se ha separado de Él.

La verdadera cuestión es esta, amigos. La actual situación histórica es una ocasión única para nosotros; pero a los hombres que nos conocen, ¿puede atraerles la verdad que llevamos con nosotros hasta el punto de que su razón y su libertad se despierten y se sientan desafiadas? Esta pregunta indica que es necesario profundizar cada vez más en la conciencia de la relación entre verdad, razón y libertad. El problema es que ya no basta con repetir estas palabras si no entendemos cuál es el vínculo entre ellas y qué entendemos por verdad, por razón y por libertad. Como vemos, también otros se plantean defender la verdad o pertenecen a algo que dicen que lleva consigo la verdad, aunque en nombre de su verdad cometan actos que son absolutamente impresentables. Si no está clara la relación entre verdad, razón y libertad, se introduce una sospecha respecto a cualquier tipo de pertenencia. Idénticas palabras se pueden declinar de diferente forma. Si esto no está claro, por el mero hecho de que repitamos ciertas palabras no conseguiremos introducir elementos reales que puedan responder al vacío existente. Por eso –como he dicho– es necesario que nos demos cuenta de la relación entre verdad y libertad. A lo largo de la historia cristiana hemos tenido que aprender que «no hay otro camino a la verdad más que a través de la libertad» (J. Carrón, «Tras París, Copenhague: El desafío del verdadero diálogo», op. cit.).
Es decisivo comprender el nexo que mantiene unidas a ambas, porque, en caso contrario, se mantendrán como palabras yuxtapuestas. Tenemos que profundizar en cómo la verdad puede tener la capacidad de atraer la libertad y de cumplir la razón. La verdad, en efecto, no es una definición, y mucho menos una doctrina que, por el hecho de afirmarla, despierta la libertad del otro. Una definición, nos ha dicho siempre don Giussani, si no es una conquista ya conseguida, es la imposición de un esquema, y ante un esquema la gente se defiende. Pero el cristianismo no es una definición, «no es una teoría de la Verdad», dice Guardini, «ni una interpretación de la vida. Es esto también, pero nada de ello constituye su núcleo. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concretos» (R. Guardini, La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Ediciones Cristiandad, Madrid 2006). La verdad es, por tanto, una persona. Pensad en el diálogo de Jesús con Pilato: Quid est veritas? ¿Qué es la verdad? Vir qui adest, un hombre que está presente, una presencia. Por eso la verdad se percibe, como dice el Papa Francisco, dentro de una relación, en un encuentro.
Si hay alguien que puede entenderlo bien, esos somos nosotros. El vídeo con las imágenes y las palabras de don Giussani (que se adjuntará al Corriere della Sera) es una ulterior constatación. Lo que sucede con don Giussani es un encuentro. El modo en que se comunica el cristianismo es a través de un encuentro. Don Giussani decía: «Lo que falta no es tanto la repetición verbal o cultural del anuncio. El hombre de hoy espera, quizá inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para las que Cristo es una realidad tan presente que su vida ya no es la misma. [Nos bastaría mirar esta frase: “Lo que falta no es tanto la repetición verbal o cultural del anuncio. El hombre de hoy espera, quizás inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para las que Cristo es una realidad tan presente que su vida ya no es la misma”. Si la vida no cambia realmente, aunque repitamos verbal o culturalmente el anuncio, no se mueve nada, ni en nosotros ni en aquellos con los que nos encontramos]. Lo que puede provocar al hombre de hoy es un impacto humano, un acontecimiento que es eco del acontecimiento inicial, como cuando Jesús levantó la mirada y dijo: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”. De esta forma, el misterio de la Iglesia que se nos ha transmitido desde hace más de dos mil años debe siempre volver a suceder por gracia, debe siempre resultar presencia que mueve, es decir, movimiento, movimiento que por su naturaleza hace más humano el modo de vivir el ambiente donde se produce [la gente reconoce que el cristianismo sucede en ese lugar porque hay una presencia que hace el ambiente más humano]. Para los que hoy son llamados ocurre algo similar a lo que el milagro fue para los primeros discípulos. La experiencia de una liberación de lo humano acompaña siempre al encuentro con el acontecimiento redentor de Cristo» (L’avvenimento cristiano, BUR, Milán 2033, pp. 23-24). La liberación de lo humano acompaña al encuentro cristiano porque es un encuentro que libera, es un encuentro con la verdad que despierta la libertad, que atrae la libertad y, por tanto, libera. En caso contario, no podemos hablar de encuentro cristiano.
Decía Kierkegaard: «El cristianismo es comunicación de existencia, […] la tarea es llegar a ser cristiano o, mejor, no dejar de serlo, y la ilusión más peligrosa es la de estar tan seguros de serlo como para llegar a defender la cristiandad entera» contra los adversarios, «en lugar de defender en nosotros mismos la fe contra la ilusión» de los adversarios (cfr. Post scriptum. No científico y definitivo a “migajas filosóficas”, Ediciones Sígueme, Salamanca 2011).

No conseguimos nada solo con un discurso cultural, con un anuncio cultural: Dios se habría podido ahorrar la Encarnación de Su Hijo, podría habernos enviado su anuncio por correo –¡también Él se habría ahorrado algo!–. Haciéndose hombre, haciéndose carne, Cristo escogió el método para comunicar la verdad: despojándose de cualquier poder que no fuese el esplendor de la verdad, testimonió, sin protegerse, el atractivo de la verdad. Por eso, si no vinculamos la pertenencia con el testimonio, será difícil que podamos prestar una ayuda real a la situación de nuestros hermanos, los hombres: solamente a través de nuestro testimonio podrán los otros reconocer nuestra pertenencia como un desafío positivo a su razón y a su libertad. Pero el atractivo de la verdad, el esplendor de la verdad no lo produzco yo: solo «quien me sigue recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más», escuchábamos en el Evangelio de ayer. Que permanezca en nosotros la fascinación primera se debe al seguimiento real que hacemos. Y se ve que seguimos por la fascinación que nuestra presencia provoca en los otros: es más, son ellos los que nos dicen hasta qué punto se quedan impresionados cuando conocen a algunos de los nuestros.

Por todo ello me parece que el artículo publicado en ABC es una síntesis de la propuesta que nos hacemos y que dirigimos a todos. «Frente a los hechos de París resulta estéril el enfrentamiento en nombre de una idea, por justa que sea». Si no es a través de un testimonio que desafíe la libertad, será difícil que con cualquier otra cosa las personas puedan salir del vacío en el que están inmersas. La verdadera cuestión es entonces que el espacio de libertad que es Europa no sea un «espacio vacío, desierto de propuestas de vida», sino un lugar donde se pueda testimoniar el atractivo de la verdad, la fascinación que nos arranca de la nada, a nosotros los primeros, ya que somos los primeros en separarnos de Cristo, incluso permaneciendo en el movimiento y haciendo muchas cosas, como nos dijo don Giussani en 1982. Solo así Europa podrá ser un «lugar de encuentro real entre diferentes propuestas de significado, por dispares y múltiples que sean», un espacio de libertad «donde narrarse, solo o junto a otros, delante de todos». Por tanto, «que cada uno ponga a disposición de todos su visión y su modo de vivir. Esta colaboración facilitará que nos conozcamos a partir de la experiencia real de cada uno y no de estereotipos ideológicos que hacen imposible el diálogo» (J. Carrón, «Tras París, Copenhague: El desafío del verdadero diálogo», op. cit).
Precisamente porque no se comprende lo que hemos dicho hasta ahora, tampoco se comprende al Papa, su preocupación y su testimonio. No se capta la importancia de lo que ha dicho: «Al comienzo del diálogo está […] el encuentro. De él nace el primer conocimiento del otro. Si se parte del presupuesto de la común pertenencia a la naturaleza humana, se pueden superar prejuicios y errores y se puede comenzar a entender al otro según una perspectiva nueva» (24 de enero de 2015). Pero a veces esto parece poco, demasiado poco, y buscamos un atajo para imponer más deprisa la verdad, provocando solamente confusión en unos y otros.
La circunstancia histórica que vivimos es una oportunidad excepcional para profundizar, nosotros en primer lugar, en cuál es la verdad que nos ha fascinado. No es suficiente con repetir que la verdad se ha hecho carne si esta frase no penetra en nuestras entrañas, en el modo de situarnos en la realidad, si no caemos en la cuenta de que la única forma de comunicar la verdad se llama «testimonio», que es exactamente lo que dice el Papa: «Solo así se puede proponer con toda su fuerza, con toda su belleza y sencillez el anuncio liberador del amor de Dios y de la salvación que Cristo nos ofrece. Solo así uno se dirige a las personas con respeto» (7 de febrero de 2015). La pregunta decisiva a la que tenemos que responder es la que he planteado al principio: «Pero nosotros, cristianos, ¿creemos todavía en la capacidad que tiene la fe que hemos recibido de provocar un atractivo en aquellos con los que nos encontramos y en la fascinación victoriosa de su indefensa belleza?». En el Mensaje para la Cuaresma, el papa Francisco nos recuerda que «esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra» (Mensaje para la Cuaresma 2015, 4 de octubre de 2014).
Lo que está en juego hoy, sobre todo hoy, es la fe. Esta es la razón por la que vamos al encuentro del Papa –¡no vamos a Roma de excursión!–: vamos a mendigar la fe, que encuentra en la relación con Pedro su fortaleza, en un momento en el que la figura del Papa es puesta en entredicho por algunos cristianos. Como decía, una pertenencia sin seguimiento resulta confusa; «si uno no camina dentro de nuestra historia para responderse a sí mismo, crea problemas también en su comunidad […] [y] el primer síntoma […] ¡es que no se sigue a la dirección central del movimiento!» (L. Giussani, Seguros de pocas grandes cosas. 1979-1981, Encuentro, Madrid 2014, p. 29) y no se sigue a la dirección central de la Iglesia. Si nos comportamos así, nos convertiremos, como decía en la carta que escribí de cara a la Audiencia con el Papa, en una de las tantas interpretaciones del cristianismo, y pensaremos que no tenemos necesidad de nada y gestionaremos un cristianismo reducido a nuestra medida.
Todos estamos delante de un desafío, delante de una propuesta que tenemos que verificar: vamos a Roma como mendigos, para pedir la fe. Tenemos por delante todo este año para pedir a don Giussani, a los diez años de su muerte, que nos siga cuidando para que podamos vencer el desapego que tenemos con respecto a Cristo; si no volvemos a encontrar el atractivo que nos mueve, ¡imaginaos lo que podremos mover en los demás! «Lo que hacemos por los demás es una sobreabundancia de lo que hacemos por nosotros mismos, y basta» (ibídem, p.30), nos recuerda don Giussani.
La peregrinación a Roma será una ocasión para todos si cada uno de nosotros, en su ámbito, comunica las razones de este gesto, es decir las razones de por qué mendigamos lo que necesitamos de verdad. Vamos a escuchar al Papa porque sin el vínculo con él no existiría una experiencia como la del movimiento. El fundamento último de esta experiencia, como siempre nos recordó don Giussani, es el vínculo con la fragilidad de Pedro. Sin este vínculo, no se podría ni siquiera soñar con una experiencia como la de CL. Por esto, ayudémonos a estar conscientemente presentes en este gran evento y vivamos el viaje a Roma como una peregrinación.