Ante todo, hombres auténticos

Julián Carrón

Nunca olvidaré la impresión que me produjo un hecho que me sucedió en América Latina, durante un retiro espiritual con algunos sacerdotes. Les acababa de decir que a nuestra fe con frecuencia le falta lo humano, cuando un sacerdote se acercó a mí. Me contó que, en la época en la que estaba en el seminario, le habían enseñado que era mejor esconder su humanidad concreta, no prestarle atención «porque estorbaba el camino de la fe». Este episodio me hizo más consciente de la reducción a la que se puede someter el cristianismo, y del estado de la confusión en el que somos llamados a vivir nuestra vocación sacerdotal. Una vez le preguntaron a don Giussani qué recomendaría a un joven sacerdote: «Ante todo, que sea un hombre», respondió, suscitando el asombro de los presentes. Nos hallamos en las antípodas de la indicación recibida por el seminarista: por una parte, no prestar atención a la propia humanidad, por otra, una mirada llena de simpatía por uno mismo.
¿Qué resulta, pues, decisivo para nuestra fe y para nuestra vocación? ¿Qué necesitamos? Don Giussani ha señalado muchas veces el «descuido del yo», la ausencia de un interés auténtico por nuestra propia persona, como «el mayor obstáculo para el camino del hombre» (El rostro del hombre, Encuentro, Madrid 1996, p. 7). En cambio, el verdadero amor a uno mismo, el verdadero afecto a uno mismo nos lleva a redescubrir nuestras exigencias constitutivas y nuestras necesidades originales en su desnudez y amplitud, hasta llegar a reconocernos como relación con el Misterio, como exigencia de infinito, como espera estructural. Sólo un hombre “herido” de este modo por la realidad, comprometido seriamente con su propia humanidad, puede abrirse totalmente al encuentro con el Señor. «Cristo se presenta, en efecto –afirma don Giussani–, como respuesta a lo que soy “yo”, y sólo tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme de par en par y disponerme para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo. Sin esta conciencia incluso Jesucristo se convierte en un mero nombre» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 9).
«No hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta que no se ha planteado», escribía Reinhold Niebuhr. Esta afirmación se nos puede aplicar perfectamente a nosotros cuando padecemos de forma acrítica la influencia de la cultura en la que nos hallamos inmersos, que parece favorecer la reducción del hombre a sus antecedentes biológicos, psicológicos y sociológicos. Ahora bien, si el hombre se ve reducido de este modo, ¿cuál es nuestra tarea como sacerdotes? ¿Para qué servimos? ¿Cuál es el sentido de nuestra vocación? ¿Cómo resistir a una huida de la realidad que nos lleva a refugiamos en el espiritualismo o en el formalismo, buscando alternativas que hagan soportable la vida? ¿No sería mejor obedecer al clima cultural y convertirnos en asistentes sociales, psicólogos, trabajadores culturales o políticos? Como ha recordado Benedicto XVI en Lisboa, «con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero, ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?» (Homilía de la Santa Misa en Terreiro do Paço, Lisboa, 11 mayo 2010).
Todo depende de la percepción que tengamos de lo que es el hombre y de lo que corresponde realmente a su deseo infinito. La decisión con la que vivimos nuestra vocación deriva por tanto de la decisión con la que vivimos nuestro ser hombres. Sólo dentro de una vibración humana auténtica podemos conocer a Cristo y dejarnos fascinar por Él, hasta darLe la vida para que otros Le puedan conocer. «¿Por qué la fe sigue teniendo hoy día una oportunidad?», se preguntaba hace algunos años el entonces cardenal Ratzinger. Y él mismo respondía: «Yo diría: porque la fe corresponde a la naturaleza del hombre. […] En el hombre vive inextinguiblemente el anhelo de lo infinito. Ninguna de las respuestas que ha intentado darse resulta suficiente. Tan sólo el Dios que se hizo –él mismo– finito, a fin de romper nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su propia infinitud, responde a la pregunta de nuestro ser. Por eso, también hoy día la fe volverá a encontrar al hombre» (Fe, verdad y tolerancia, Sígueme, Salamanca 2005, p. 121).
Esta certeza que Benedicto XVI testimonia continuamente incluso frente a todo el mal que nos hacemos o que causamos a los demás –pensemos en el asunto de la pedofilia–, nos invita a hacer un camino para redescubrir y para profundizar en la razonabilidad de la fe: «Nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros […]. Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a los interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá» (Homilía de la Santa Misa en Terreiro do Paço, Lisboa, 11 mayo 2010). Sólo si experimentamos la verdad de Cristo en nuestra vida, tendremos el valor para comunicarla y la audacia para desafiar el corazón de las personas con las que nos encontremos. De este modo, el sacerdocio seguirá siendo una aventura para cada uno de nosotros y, por tanto, la ocasión para testimoniar a nuestros hermanos los hombres que Cristo es la única respuesta al «misterio de nuestro ser» (G. Leopardi).
(publicado en L'Osservatore Romano, 9 de junio de 2010)