El Silencio elocuente de Martin Scorsese

Es difícil romper el silencio que se impone en esta historia. ¿Qué acalla nuestro racionalismo acostumbrado al análisis? ¿Qué es los que pone patas arriba –¡nunca mejor dicho!– nuestra acomodada fe?
Carmen Giussani

«Por cómo hemos sido educados es imposible que nosotros no lleguemos a tener que afirmar como factor de la realidad presente, en lucha sufrida, a Cristo». Estas palabras de don Giussani indican bien mi reacción inmediata, a pesar de sentirme envuelta en cierta niebla, cuando el silencio acompaña el último fotograma de la película.

Es difícil romper el silencio que se impone en esta historia. Muy difícil. Intuitivamente me interrogaba sobre qué había tenido el poder de sacudirme tanto. ¿Qué había acallado mi petrificado racionalismo, acostumbrado al análisis, y el de toda la sala? ¿Qué es lo que había suspendido mi posesión obtusa de la realidad? ¿Qué es lo que pone patas arriba –¡nunca mejor dicho!– nuestra acomodada fe?

No me escandaliza que toda la manera de pensar, de alguna manera, salte por los aires ante esta película. Después de verla, mi fe no puede seguir siendo la misma que antes. Por lo tanto mi razón tampoco.

Me limito al film. En todas las secuencias es Cristo el que viene. Mudo o gritando, es él el que viene. Nosotros, identificados con los protagonistas, creemos ir hacia él, pero es él que viene a nosotros y va manifestando su posesión ontológica de la realidad. Sobre todo la más valiosa, la que mereció la muerte del Hijo: el corazón del hombre. Justamente, agudamente, pregunta algo así el inquisidor japonés, haciéndose eco de nuestro sutil cristianismo escéptico: «Pero, ¿quién pude cambiar el corazón del hombre?». ¿Quién?

El fuerte impacto, silencioso y violento, del martirio de tantos hombres temblorosos y de mujeres aterrorizadas, ¿de qué da testimonio? La escena de los tres crucificados en la playa y el canto “prestet fides suplementum” que se acompasa a nuestro silencio atónito renuevan –diría que sacramentalmente– la ofrenda única de Cristo en la cruz.
La Palabra que se hizo carne culmina su elocuencia eterna en la ofrenda amorosa, a la voluntad salvadora del Padre, por nosotros los hombres. De eso dan testimonio esos martirios.

Pero tan elocuente es el martirio como la debilidad, la traición y el pecado de ese ser tan mísero que da lástima –el hombre que somos cada uno de nosotros– cuando pide el perdón que Cristo nos obtuvo en esa cruz. Creer en el perdón es un acto de fe tan pleno como la fe que puede merecer la gracia del martirio.

Ferreira, Garrupe, Rodrigues. Cada cual es alcanzado misteriosamente por una Presencia viva, la que no abandona nunca al hombre. Cuando se produce el encuentro entre Rodrigues y Ferreira, éste habla siempre delante de sus verdugos, excepto en un momento, cuando se le escapa decir: «Nuestro Señor…». Todo lo demás que dice son objeciones “imposibles” para cualquiera que haya conocido a Cristo en un momento de su vida. Imposibles de creer. Ferreira habla para salvar la vida de su antiguo joven discípulo y con ella, quizás, la de muchos cristianos japoneses. Ferreira confía en que Rodrigues pueda “quemar” el último residuo de amor propio que se insinúa en él con el deseo de morir, y convierta su forma de amar a Cristo salvando a esos cinco hombres torturados en el foso. La única muerte que redime, el único sacrificio que salva es el de Aquel que no teme ser pisoteado y negado mil veces al día por los hombres.
Una suerte de extrema correspondencia racional liga la gracia “incomprensible” del martirio con la “identificación” con Cristo en el testimonio silencioso de toda una débil vida cada vez más creyente.

Un cuadro de Bill Congdon pinta la resurrección de Cristo como un núcleo incandescente en la oscuridad más oculta de un cuerpo sepultado en la tierra. Es la misma imagen con la que culmina esta película de Scorsese.
Es difícil romper el silencio cuando la muerte y la resurrección se entrelazan y nos hieren con una espada incandescente de dos filos: ¿en quién crees tú? Creo en Jesucristo que viene a nuestra carne maloliente, a nuestra nada a punto de desesperar y la hace suya, manifiesta Su posesión y nos hace eco de Su silencio elocuente.

«En el fondo, haya hecho lo que haya hecho, toda mi vida, toda mi historia ha hablado siempre de Él». Ontológicamente, desde el día del Bautismo estamos clavados a Él.