Don Giussani en un encuentro con bachilleres en 1964

«Lo que me ha sucedido sigue sucediendo»

El primer encuentro con los bachilleres en Rímini hace sesenta años. La sorpresa del inicio, aquella extraña amistad y una respuesta fulminante de Giussani. La historia de Emilia

Rímini, octubre de 1962, Villa Verde: “Jornada de Bachilleres”. Han pasado sesenta años –precisamente el 4 de octubre– desde que, por primera vez, un grupito de jóvenes rimineses organizaron un gesto al empezar el curso para invitar a otros estudiantes a compartir una nueva y extraña amistad que había empezado ese verano. En julio habían conocido a un grupo de familias que veraneaban en la zona y se juntaban para seguir viviendo en la playa la misma experiencia del cristianismo que vivían durante el invierno con don Giussani.

El 4 de octubre, fiesta de san Francisco, era día no lectivo. Yo acababa de empezar tercero después de un curso horrible en el que estuve a punto de repetir. Me sentía muy sola, pero en los primeros días de clase había visto a un grupo de alumnos que se intercambiaban unos sobres naranjas y que parecían diferentes. Me llamaban la atención, se notaba que no “dependían” del sistema escolar, que eran amigos. Investigué hasta saber que esos sobres llevaban dentro una hoja fotocopiada que terminaba diciendo “Ven y verás”. Así fue como llegué a Villa Verde.

De lo que pasó ese día no recuerdo absolutamente nada. Pero sí recuerdo tres cosas: los juegos, los cantos y una persona que daba avisos al final. Nunca había visto nada parecido. Acostumbrada al tedio melancólico que dominaba los guateques de mi época o las horas pasadas escuchando música ligera yo sola, me sorprendió compartir esos juegos como si fuéramos niños, ese gusto por estar juntos sin conocernos de nada, divirtiéndome tanto como ellos, asombrada por esa libertad alegre que nunca había visto. Y luego los cantos. Recuerdo La traccia. Esa «profunda huella hacia la tierra del sueño» llevaba dentro un presagio. Para terminar, los avisos, que me parecieron algo precioso porque eran como la garantía de que yo podía seguir estando con ellos yendo a los lugares indicados. Esa noche, volviendo a casa, solo tenía clara una cosa: yo de aquí no me muevo.

Este recuerdo me hace sonreís porque es Jesús el que ya no se ha movido de mi lado. Pero yo entonces no me daba cuenta de que a través de esos chavales de Villa Verde había encontrado el cristianismo con la belleza de la vida que había nacido de don Giussani. De eso me di cuenta después, cuando el mismo Giussani, del que solo había oído hablar y nunca había visto, vino en junio a Rímini para una convivencia de tres días de fin de curso. Por aquel entonces yo estaba un poco desganada. Me encontré con don Giussani en el ascensor y me preguntó: «¿Cómo lo llevas?». Respondí groseramente: «Ni siquiera quería venir». No me echó ningún sermón ni me reprochó nada, solo me miró diciendo «ahora estás aquí». Me quedé. Con el tiempo, empecé a darme cuenta de que dentro de la historia que había nacido con él yo estaba viviendo una relación mía con el Misterio. Es decir, el Misterio había decidido volver a salirme al encuentro dentro de esta historia.

Tal vez el signo más inequívoco de que lo que me sucedió y me sigue sucediendo tiene que ver con el Misterio es que aquel ardor de los 16 años no solo no se ha apagado, sino que cada día es más profundo y consciente. Como esas «manos de pegamento» que, como dice Giussani, pegaban a los discípulos a Jesús.

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A lo largo de estos sesenta años, el encuentro ha seguido sucediendo. Ahora veo el cambio que ha tenido lugar, en mí y en los demás, y que ha sucedido gratuitamente, cuando el Señor viene a buscarme de la forma que Él decide y vuelve a ponerme en camino. Cuando la realidad me desafío y me llama a responder. Cuando veo personas impactadas por gestos o palabras de otros. Cuando veo personas libres y alegres en situaciones muy duras, casi insoportables. Cuando experimento la amistad que me ofrece alguien de manera gratuita. Estoy aprendiendo a reconocer en todos estos hechos a Jesús que acontece. Antes, delante de algo hermoso, exclamaba: «¡Qué belleza!». Ahora empiezo a decir: «Señor, eres Tú, que vuelves a suceder». Entonces cualquier circunstancia puede convertirse en relación.

Don Giancarlo, que me acompañó desde el primer día en esta historia, subió al cielo el 4 de octubre de 2009. Tal vez no sea casual que se despidiera por última vez del pueblo que nació a su alrededor justo el día que comenzó nuestra aventura común. El 4 de octubre es un día de inmensa gratitud. No puedo ni imaginar qué sería mi vida sin ese encuentro, sin la amistad de Giussani, de Giancarlo y de Carrón. Sigo deseando que mi vida pueda servir para que otros puedan encontrar el sentido de la vida igual que yo.
Emilia, Rímini